sábado, 6 de abril de 2013

LEO, LEO, LEO

Suena el despertador. Me vuelvo de manera autómata y, con los ojos cerrados, apago de un manotazo el despertador. Los abro y unas luces rojas, brillantes, parpadean ante mí. Las seis de la mañana. Ya estoy leyendo. Me levanto. Me desperezo. Levanto la persiana y, a lo lejos, me dan los buenos días unas enormes letras luminosas de una empresa de telefonía. Vuelvo a leer. Voy hacia la cocina. Abro el armario y cuatro formas grabadas en un tarro de cristal me sonríen: C A F E. Abro la nevera y, de nuevo, un montón de signos me acogen entre el frío: zumo, leche, mermelada. Estoy leyendo otra vez. Me desayuno en la mesa de la cocina mientras paseo mi mirada por el calendario de la nevera -febrero- y me fijo especialmente en una casilla coloreada en rojo -11- escrita con mi caligrafía: Gemma. De nuevo, leo. Ostras, hoy es el cumpleaños de mi hermana. Después del café con leche y las tostadas, inexorablemente, voy al lavabo -como digo yo, la llamada de la selva-. En mi trono blanco, cojo lo primero que tengo a mano, el suplemento del diario del domingo: entrevista, reportaje, crítica literaria, recomendación gastronómica, artículo de opinión... Vuelvo a leer. Me lavo los dientes y la marca del dentífrico se pasea ante mí, otra vez estoy leyendo; me ducho y unas letras de color verde esmeralda me invitan a un mar profundo, sigo leyendo; me visto y, mientras consulto el reloj, las siete y veinte -vaya, vuelvo a leer números-, cojo el bolso y salgo de casa. En el ascensor, sigo leyendo, unos panel plateado con números y letras plateados me indican que estoy bajando. De camino al metro, un autobús pasa delante de mí, leo el número de la línea, leo el punto de origen y el punto de llegada, leo el anuncio que lleva en el lateral, leo, leo; un semáforo para cruzar la calle, leo los colores; un letrero colgado en una farola, leo; una señal de tráfico, leo; una señal luminosa en forma de rombo tumbado, leo que yo estoy cerca de la estación; bajo las escaleras, leo la dirección que debo seguir, como cada día, y, en el andén, mis ojos revolotean por los paneles de anuncios, por los letreros de la empresa de transportes. Leo, leo, leo. Llega el metro. Me subo. Consigo alcanzar un asiento -a esas horas de la mañana, los vagones están llenos- y saco del bolso el teléfono móvil. Lo activo. Los iconos llenan la minúscula pantalla, los leo, y unos números rojos, los leo, me indican que tengo asuntos pendientes. Mensajes cortos, lo que se suele llamar SMS: los leo; abro los chats del whasap: los leo; me conecto al correo electrónico: los leo. Leo, leo, leo. Levanto la cabeza y la portada de un periódico se encuentra conmigo: titulares, entradillas, alguna foto, un pie de foto y un anuncio. Lo leo todo. Me fijo en el panel de las paradas de mi línea de metro, las leo una a una. Me fijo en el rótulo del andén donde hemos parado, sigo leyendo. Estoy a punto de llegar. Abro de nuevo el bolso para guardar el teléfono y, al fondo, unas letras impresas en una tapa dura me hacen un guiño en la penumbra. Ya en la calle, un montón de señales, símbolos, iconos, letras, colores, me invaden. Sin querer, sin ser plenamente consciente, sin saber exactamente cómo, interpreto cada una de esas extrañas y conocidas formas que me acercan al mundo. No dejo de leer. Un cartel de metacrilato con letras me dan la bienvenida al centro de trabajo. Sigo leyendo. Saludo a la conserje y me da unos sobres: veo mi nombre y mi apellido en cada uno de ellos. De nuevo, estoy leyendo. Subo las escaleras. Primer piso. Color rosa. Un directorio. Leo números. Leo letras. Leo colores. Segundo piso. Color verde. Siluetas infantiles. Leo. Tercer piso. Color azul. Un pentagrama. Unas siglas. Leo. Por fin, cuarto piso. De manera involuntaria -o voluntaria, todavía no lo sé con exactitud-, he ido pasando mi mirada por todos los letreros de los pasillos y de las diferentes salas. No he dejado de leer un solo segundo. Antes de empezar a trabajar, voy al lavabo y dos figuras humanas, una masculina y la otra femenina, dibujadas en sendas puertas me señalan exactamente hacia cuál de ellas me tengo que dirigir. Entro en el despacho y encima de la mesa veo, como cada día, un calendario pequeño, leo, una placa con un lema que anima a no perder la fe, leo, unos post-it con varios avisos enganchados en el ordenador, leo, la agenda, abierta, repleta de teléfonos y direcciones, leo, otra agenda preñada de asuntos pendientes, leo. Leo, leo, leo. No dejo de leer. Enciendo el ordenador y una nube de iconos, de carpetas amarillas y de grandes uves dobles de color azul, cada uno con su etiqueta correspondiente, como quien no quiere la cosa, inunda mi retina. Sigo leyendo. Me quito la chaqueta mientras, en la estantería, las letras grabadas en los lomos de pequeños y grandes tomos me llaman a gritos: diccionarios, manuales, novelas juveniles, carpetas y mas carpetas. Suena el teléfono y unas grafías se iluminan en la pequeña pantalla del aparato. Vuelvo a leer. El jefe. Un montón de papeles y de informes me están esperando para ser analizados, corregidos y criticados.
Uffff, hoy voy a tener que leer mucho...