miércoles, 26 de octubre de 2011

EDUCACIÓN FÍSICA

Dicen que, en esta vida, no hay que arrepentirse de nada, que todo lo que nos ha pasado nos ayuda a crecer, a madurar y a ser lo que hemos acabado siendo… Dicen que todas las vivencias que hemos tenido han sucedido por algo y que no debemos renunciar a ellas por muy desagradables que nos hayan resultado. Pero, una cosita, ¿hay alguien que, realmente, se crea eso y que no tenga alguna experiencia del pasado que quiera borrar de su memoria?, ¿hay alguien que, de verdad, no arrastre algún “trauma” de la infancia? Uno recordará con horror la dichosa profesora de matemáticas que le amargó la vida desde el primer día de curso; otra no ha vuelto a pisar el dentista desde que, con diez años, le pusieron esos antiestéticos aparatos de hierro en la boca (atención al dato: ahora, está de moda llevar braquets de colores); otro ha enterrado bajo una gruesa losa las aburridas visitas a la pesada de la tía Mari; otro… Nadie se escapa. Yo tampoco, y si hay algo que me provocaba mal humor, sarpullido, dolor de barriga psicológico y demás efectos somáticos era la clase de gimnasia. Ahora recibe el paradójico nombre de Educación Física (¿¿¿¿????) pero, para mí, eran, son y siempre serán auténticas sesiones de suplicio chino.
Si tengo que ser sincera, llámese como se llame y acompañado o no de los más diversos y maquiavélicos aparatos, el deporte y yo nunca nos hemos llevado bien. Ni siquiera, cuando era pequeña, el patio (léase, hora del recreo) me estimulaba para saltar, correr o moverme en exceso. Todavía recuerdo cómo mis compañeras de clase, diez minutos antes de que sonara el timbre, ya se ponían nerviositas perdidas mirando a las capitanas de los equipos de “matar” o a “pichi” (¿se acuerdan?) para que las eligieran las primeras y, entusiasmadísimas, bajaban las escaleras, se ponían todas en fila india y, a la súplica de “porfa, a mí, a mí”, esperaban ser las afortunadas para jugar con las chicas más deportistas, flexibles y ágiles de la clase. Mientras todo esto sucedía ante mis despreocupados y nada entusiastas ojos, yo, tan pancha, devoraba mi tigreton doble deseando que no se fijaran en mí y que me dejaran saborear con lento deleite el exquisito rollito de bizcocho y chocolate.
Pero lo peor no era eso. Lo peor, como les decía, eran las odiosas, agobiantes, sofocantes, torturadoras clases de gimnasia y toda la retahíla de ejercicios (¿se puede saber quién demonios los inventó?) que me obligaban a hacer:
Prueba de resistencia. Vamos a ver. ¿Alguien me puede explicar qué utilidad tiene dar tropecientas vueltas al patio (esta vez sí que es el lugar físico) bajo un sol de justicia, con un frío de muerte o calada hasta los huesos, con la lengua fuera, la cara morada, sudando como una cerda, resoplando como una vaca, exhausta, musitando aquello de “no siento las piernas” y a punto de caer redonda (todo lo redonda que era)? Que alguien me lo explique, por favor, que yo todavía no le he encontrado la gracia al asunto.
Espalderas. Lo odiaba con todas mis fuerzas. Odiaba que me obligaran a subir por esas barras de madera sujetas a la pared y quedarme colgada como un animal desollado por las axilas en el matadero (el matarife, lo han adivinado, era la profe de gimnasia que parecía disfrutar haciéndonos sufrir), con la cara chafada entre los dos brazos, con la camiseta que se subía dejando ver un antiestético rollito de carne fresca con el ombligo en medio, y con las manos llenas de durezas por cogerme tan fuerte para no resbalar y caer. Odiaba (por lo ridícula que me sentía) hacer un puto, inútil, absurdo ángulo recto, un puto ángulo agudo o un puto ángulo obtuso con diferentes partes de mi castigado cuerpo. Pero, sobre todo, odiaba balancearme como un pollo desplumado en la pollería a golpe de pito ¡y uno!, ¡y dos!, ¡y tres! La madre que…
Plinton. ¿Se escribe así? Es que mi ordenador no lo reconoce. No me extraña… Pero, ¿se puede saber quien ideó semejante potro de tortura? Lo intenté. Les juró que lo intenté. Lo probé más de una, dos, tres y mil veces, pero nunca logré saltarlo del todo y menos con esa facilidad, esa elegancia, esa gracilidad con que lo hacían mis compañeras, especialmente las capitanas de la hora del recreo... Parecían ángeles que flotaban en el aire. Y, encima, para más recochineo, sonreían las muy puñeteras, como si no les costara hacer lo que hacían. Yo, a pesar de mis denostados y denodados esfuerzos, unas veces, después de saltar con ímpetu en el trampolín, me quedaba clavada, vibrando como un muñeco de muelles. Otras veces, calculaba mal las distancias y, sencillamente, me estrellaba contra el aparato de marras. Y la mayoría de veces, sí, me elevaba por los aires con tan mala fortuna que no lo hacía lo suficiente y me tropezaba con el plinton o me enganchaba algún pie y acababa aterrizando de una manera u otra en la polvorienta, piojosa y raída colchoneta verde (realmente, fue mi única aliada, mi cómplice en esas largas, desesperantes, eternas horas de gimnasia).
Rítmica. Por desgracia, me la presentaron cuando empecé BUP y eso sí que supuso mi absoluta e irrenunciable confirmación y reafirmación en todo lo referente al deporte. Para empezar, cambiamos el chándal por un fantástico maillot de color azul eléctrico. Eso sí que fue un trauma. La primera vez que me lo probé en el Corte Ingles, supe que supondría un punto de inflexión en mi vida, que siempre existiría un antes y un después del dichoso maillot. Me quedaba fatal: se me marcaban todos los michelines, me hacía las tetas más grandes; cuando caminaba, se me metía por el culo (fueron sólo tres pasos en el probador de los grandes almacenes; imagínense haciendo piruetas…) y, encima, era incapaz de llevarlo sin que se me viera un palmo de braga a ambos lados de tan exquisita prenda deportiva (problema que resolví muy inteligentemente enrollándomelas hasta que no se vieran porque una es muy decente y quitárselas o comprar unas más altas, como hacían las demás chicas, no entraba en sus planes. Se pueden imaginar el resto). Toda una estampa. Con ese panorama, ni siquiera me hacía ilusión ir a la mercería para comprar la cinta de colores que ataba al palito que llevan dentro las flautas o hacer el grupo con mis amigas y elegir una música para ensayar una coreografía. ¡Estaba yo para coreografías! No me extraña que no me salieran la rueda, las volteretas y demás ejercicios objeto de examen. Mi mente, mi cuerpo, mis esfuerzos, toda yo se tenía que dividir en tres: una parte de mí, pendiente de la cinta para lanzarla bien y que no se quedara enrollada en el fluorescente del gimnasio; otra, ocupada en hacer ese conato de rueda o lo que fuera lo mejor posible; y otra, superalerta porque mis carnes y mi ropa interior no se salieran de madre.
Llevo más de veinticinco años intentando superar todo aquello. De verdad. Lástima que tenga una sobrina ágil y flexible a la que le encanta todo este tipo de actividades deportivas, y, cada vez que la veo (no falla, yo creo que ya me ha tomado el número), a modo de espectáculo –lo dicho, cual contorsionista del Cirque du Soleil- me muestra lo que sabe hacer: se retuerce, ¿sabes hacer esto? NO; se enrosca, ¿sabes hacer esto? NO; se estira, se dobla, se desdobla, una pierna aquí, la cabeza allá, los brazos metidos por no sé donde, se vuelve a retorcer, ahora el pino ¿sabes hacer esto? De joven, me salía muy bien…; ahora el puente, ahora el pino-puente, ¿y esto? Es superfácil. Pues no, no sé hacerlo y para que me estás poniendo nerviosa. Mi paciencia llega al límite con el ejercicio estrella, el “espagar” (lo siento pero lo odio tanto que ni voy a molestarme en saber cómo se escribe): la niña, con toda la facilidad del mundo, va deslizando sus pies y, como quien no quiere la cosa, se va abriendo de piernas hasta que éstas se posan delicadamente en el suelo. Qué grima me da, por favor. En esa postura, la niña mueve los brazos como si fuera una bailarina, contorsiona su cuerpo como si fuera de goma. Se levanta con un pase de baile, sonríe y levanta la pierna hasta la cara, da una vuelta, me mira y vuelve a hacer el dichoso “espagar”. Me duele la entrepierna solo de verla. Realmente, parece una de esas delicadas y frágiles bailarinas que hay en las cajas de música. Lástima que, en vez de esa melodía clásica, yo sólo oigo esa fatídica, hiriente, maquiavélica y traumática pregunta: “Tita, ¿tampoco sabes hacer esto?”

domingo, 23 de octubre de 2011

EVOLUCIÓN

Dicen que venimos del mono, que somos el último brote de una rama que tuvo su origen en la de los primates y que, con el paso de los años y años y más años, hemos pasado de ser simples simios a ser estupendos, atractivos y –al menos, eso dicen- inteligentes homo sapiens, pasando por la fase de homo erectus –me ahorro la broma que es demasiado fácil- y la de homo habilis y que hemos acabado siendo como somos. Vamos, que somos fruto de la evolución. Pues bien. Algunos de nosotros, como seres humanos "cuarentañeros", además de ser el resultado de este singular y maravilloso proceso evolutivo, somos una especie de rara avis en extinción –habiendo pasado o apunto de atravesar la frontera que nos llevará irremisiblemente a la mitad de siglo- que todavía está sufriendo numerosos cambios dignos de ser estudiados en un laboratorio.
Yo, por ejemplo, pasados ya los 30, pasé, de jugar a cocinitas, a apuntarme rápidamente a un curso de cocina rápida –entre otras razones porque decían por ahí que, así, se podía encontrar más fácilmente marido. No sé qué decirles...-; de escribir inocentes cartas al príncipe Felipe (sí, se lo pueden creer, se lo juro) con el objetivo de que se fijara en mí (en qué demonios estaría pensando, digo yo), a aspirar “solamente” a besar a una verde, húmeda y resbaladiza rana sin demasiados problemas ni el dichoso y manido Síndrome de Peter Pan; de jugar a papás y mamás con mis hermanas, a empezar a preparar una deliciosa paella con ese arroz que -dicen las malas y envidiosas lenguas- se me está pasando, y con buenas dosis de humor, complicidad y amor propio.
Como buen animal de estudio que se preste, he pasado de celebrar mi primera regla con la familia y Bea de Verano Azul, a dibujar en un papel ovarios, vaginas, trompas de Falopio y óvulos que suben y bajan para explicar dicho fenómeno a las hijas de mis amigos separados; de ser fiel testigo de los primeros escarceos amorosos de mis amigos y amigas, llevados por la novedad y la ilusión, a ser cómplice y tapadera de otras aventuras, esta vez extramatrimoniales y no tan inocentes, llevados por la rutina y el agobio; de jugar a vivir –era el nombre de un juego de mesa de mis años mozos- de las letras (todavía lo sigo intentando porque todavía no he escarmentado) a convivir con las de la hipoteca de mi piso. Con el paso de los años, de llevar orgullosa el uniforme azul marino de mi querido colegio de monjas, he pasado a ir abandonando, sin prisa pero sin pausa, pesados e incómodos lastres de una castrante educación judeocristiana: no seáis “trapitos”, no es dejéis toquetear por los chicos, el sexo sólo se “usa” para tener hijos, debéis ser buenas chicas para ser buenas mujeres, debéis rechazar a los chicos que os besan en la primera cita y demás “perlas”. He pasado de ver a mis padres como “pequeños dictadores” (ordena la habitación, estas notas están bajando, este amigo que te has echado no parece muy de fiar, a dónde vas con esa falda tan corta, a las diez y media en casa y no se habló más, ¿un pantalón nuevo?, pero si este de hace tres años te queda genial, ¡¡¡¡¡el teléfono!!!!!!!! y un largo etcétera que tenían como única respuesta en el fondo, no me queréis, lo que queréis es amargarme la vida) a verlos como unos abnegados, adorables y solícitos abuelos; de compartir habitación, ropa, envidias y demás disgustos con mis hermanas, a tener varios hombros donde llorar y varias casas donde caerme muerta si todo falla (lo de la ropa, vamos a dejarlo aparte, por lo de la dichosa talla, más que nada...). De ilusionarme con Heidi, Marco, Epi y Blas, los de "Con ocho basta" y "La casa de la pradera", a embrutecerme con Belén Esteban y demás personajillos descerebrados y asiliconados; de irme a dormir cada noche con aquella simpática familia que cantaba y bailaba mientras se ponía el pijama, a hacerlo con mil cosas en la cabeza; de hacer de mi sueño un trabajo –yo era una de las pocas que no soñaba con ser bailarina o azafata, yo sólo quería ser profesora y escribir. Lo primero lo he conseguido; lo segundo... bueno, estamos en ello- a soñar mientras trabajo y, en el descanso, comprar un décimo de lotería, de los ciegos o rellenar un boleto de la primitiva porque las esperanza y la ilusión son lo último que se pierde (y no me refiero sólo a los juegos de azar). He pasado, de suspirar por los huesos y contoneos de jóvenes delgaduchos y melenudos que cantaban auténticas chorradas que me hacían babear, a admirar a los actores maduritos y de buen ver, aquellos que son como el buen vino; he pasado de conformarme con una hamburguesa, unas patatas fritas y un refresco, entre gritos y diálogos absurdos, a valorar un buen y caro restaurante, una buena compañía y una buena conservación.
En fin... A medida que he ido cumpliendo años, he pasado, de ver cómo se iban formando poco a poco mis curvas, a ser una auténtica guitarra española; de tapar mis carnes, a estar orgullosa de ellas y combatir su caída con carísimas cremas, geles, sérums y todo tipo de ungüento; de sorprenderme y reírme de las canas de mi madre cuando jugábamos a peluqueras, a aceptar con resignación la aparición de otra en mi melena; de admirar y hacer caso al que dijo que la arruga es bella a ponerme como una energúmena cada vez que me miro en el espejo y descubro alguna alrededor de mis ojos o de mi boca...
En definitiva, he pasado, de considerar el 69 como una erótica bandera selénica, a ver cómo se aleja sin pena ni remisión de mi calendario.
¿Se convencen ahora de que, al final de una de las ramitas del gran árbol de la vida, dentro del gran grupo de los homo sapiens, también se puede seguir evolucionando...?