miércoles, 12 de octubre de 2011

MI PRIMER DÍA DE CLASE

A ver si lo tengo todo: estuche nuevo, serio pero informal; bolígrafos diversos, tipp-ex, lápiz, goma, sacapuntas y un subrayador fluorescente; una agenda con mi horario nuevo, una carpeta y una libreta. Todo nuevo. ¿Qué más? La ropa. Muy importante, sí señor. Dicen que la primera impresión es lo que cuenta, sobre todo cuando se trata del primer día de clase y, todavía más, cuando es tu primer día en el instituto nuevo. Yo, que vengo de un colegio de pago, de monjas, no tengo ni idea de cómo pueden ser los profesores y los alumnos de un instituto pero me queda poco para averiguarlo.
Ante las puertas del nuevo instituto, me tengo que cerrar la boca con la mano y parpadear disimuladamente para que nadie note mi sorpresa: recinto completamente enrejado, dos coches de policía en ambas esquinas del edificio, un gorila disfrazado de guardia de seguridad en la puerta. Pero, ¿dónde estoy, en mi insti nuevo o en Guántanamo? Atravieso con aparente normalidad la entrada y me dirijo con supuesto paso firme hacia la secretaría entre murmullos, miradas y dedos acusadores. Me presento y enseguida sale el director a mi encuentro. Me va a llevar a mi aula. Chicos, un poquito de silencio. Luis, baja los pies de la mesa, por favor. Bien, os presento a vuestra nueva profesora y tutora este curso que empieza. Y, antes de que dijera mi nombre y continuara con la presentación, se oye un rotundo y claro ¡¡con razón olía yo a “xoxo” nuevo!! –cierren la boca porque yo todavía la tengo abierta del estupor que me provocó ese comentario-. Busco, nerviosa, la mirada agresiva y castigadora del director pero, como si hubiera oído llover, el hombre continúa impertérrito con el protocolo. Bueno, que te vaya bien. Son todo tuyos. Buena suerte. ¿Así?, ¿sin más?, ¿ya está?, ¿eso es todo?, ¿ni un consejo?, ¿ni siquiera una bronca para el autor de tan flamante bienvenida?
Veinticinco alumnos, todo chicos, grandes como armarios, con monos azules y uñas negras, estudiantes de cuarto curso de automoción, con altos niveles de testosterona y con profesora nueva. ¿A éstos les iba yo a enseñar el complemento directo, los autores más importantes del Renacimiento o cómo hacer un buen comentario de texto? Lo tengo claro, pero no perdamos la esperanza. Paso lista para ir asociando caras con nombres y a cada apellido, en vez del típico y tópico “yo” o “presente” o “aquí” o simplemente una mano levantada, oigo por respuesta una palabra soez, un taco o una grosería haciendo un bonito pareado, eso sí. ¿Qué hago?, ¿me cabreo como una mona convirtiéndome en el blanco perfecto de sus bromas y demás comentarios machistas y soeces y paso un curso amargada y atemorizada o, contrariamente, paso de ellos e, incluso, les río la gracia? Opto por lo segundo y la grosería se convierte automáticamente en sorpresa.
Uno a cero.
Empiezo a explicar el programa de la asignatura, la dinámica de los exámenes, las lecturas obligatorias, la manera de evaluar, las fiestas, las vacaciones y, entre comentarios de desaprobación y desánimo -cosa normal en todos los centros docentes el primer día, bueno, todos los días, no nos vamos a engañar-, un alumno, que parece el líder del grupo, no deja de mirarme con ojos retadores, haciendo movimientos obscenos con el boli que tiene entre los labios. Me lo quedo mirando fijamente mientras sigo explicando y paseándome entre los pasillos de los pupitres. Es un truco infalible, no falla. Lo aplicaba, siempre que era necesario, entre mis alumnas del colegio de monjas cuando hacía alguna sustitución mientras estudiaba y siempre daba resultado. Mis ojos la fulminaban y la charlatana de turno se callaba arrepentida y avergonzada de su osadía: hablar en clase. ¡Cómo han cambiado los tiempos! A lo que iba: Silencio estudiado con premeditación, alevosía y nocturnidad; mirada calculadora, desafiante, rostro serio y profesional. El chico permanece callado, mirándome. Ya lo tengo dominado, qué buena soy. Recostado en la silla, con las piernas abiertas, sigue jugueteando lascivamente con el boli y empieza a tocarse el paquete mientras deja ir un qué pasa, tía, ¿quieres rollo o qué?
Uno a uno.
Mucho absentismo en mis clases. Estaba claro que les importaban un rábano los complementos del verbo, las conjugaciones y quién había escrito qué, en qué época y en qué lugar. Me las tenía que ingeniar para captar su atención y no me importa reconocer que, para conseguirlo, utilizaba recursos poco frecuentes. Analizábamos canciones de moda, que les gustaran a ellos, por supuesto. Ya me ven a mí, en casa, “diseccionando” las letras de Extremoduro, La Polla Record y grupos así, un tanto marginales y alternativos. Ya me hubiera gustado poner mis grupos y cantantes favoritos, ya, Sergio Dalma, Spandau, Miguel Bosé pero creo que eso habría supuesto mi defenestración total. Veíamos películas para estudiar la lengua oral, los argots y registros coloquiales y les explicaba los cotilleos de los diferentes escritores y las épocas que estaban contemplados en el programa. En una de esas clases magistrales, preparadas a conciencia y con todo el rigor y la profesionalidad del mundo, estaba yo explicando que Cervantes se había quedado manco y que, con esa única mano, escribió la obra más grande e importante de todo el panorama literario español y universal. ¡¿¡Y cómo se la machacaba!?! –sin comentarios-. Y, mientras impartía como podía mi clase y aguantaba las interrupciones de toda índole de mis queridos alumnos, había uno que no dejaba de mirar por la ventana. Parecía tímido, serio, diferente a los demás que no paraban de decir tonterías. Yo tampoco le decía nada –¿qué quieren que les diga? No era muy pedagógico que digamos pero, al menos, no molestaba-. Hasta que, un día, en mitad de la explicación, se levanta, abre la ventana y empieza a vociferar: ¡Eh, la de las tetas grandes, en la cocina es donde deberías estar, o en la cama. Acuérdate, zorra, las tres efes, fregar, freír y follar! Por supuesto, al resto de los compañeros les faltó tiempo para asomarse a la ventana y lanzar lindezas más elegantes y exquisitas. Les juro que jamás había sentido tanta vergüenza y tanta impotencia. No sabía dónde meterme y, lo que era peor, no sabía cómo detener o cambiar esa actitud.
Uno a dos.
Hora de tutoría. Que si el de taller explica muy rápido, que si a la de cata (catalán) no se la entiende... Bronca, como siempre. La de inglés había salido de clase llorando y amenazando con pedir la baja por depresión. Pero, ¿qué le habéis hecho? Delegado, habla. Comentarios en voz baja, miradas cómplices, nada, una tontería. Estaba claro que una tontería no podía ser, nadie sale llorando de la clase (o sea, derrotado y humillado, principal objetivo de algunos deliciosos alumnos) sin una buena razón. Al final, el líder de la tribu, ya nos íbamos conociendo, mira, seño, resulta de que la de inglé lleva hoy unos zapatos como los de la minni esa, la mujer de mikimaus, se lo he dicho mientras explicaba el genitifsacson de los güevos y me se ha puesto como una furia. Hasta me ha dixo que me iba a denunciá. ¡¡¡Por mis cojones!!! Apología de la libertad de gustos y modos de vestir, defensa de la buena educación, intento de reconciliación, todo inútil, los ánimos estaban caldeados y, encima, estaban mirando mis zapatos. Me estaban poniendo a prueba a mí también. Rápido. Una ofensiva precisa de un buen ataque, o algo así. Ni corta ni perezosa, me subo, primero a la silla y, luego, a la mesa del profesor, es decir, a mi propia mesa, me levanto ligeramente las perneras y digo en tono desafiante y festivo, y qué, ¿qué os parecen mis zapatos?, chulos, ¿no? Pues, hale, miradlos bien que continuamos la clase. Y, como quien no quiere la cosa, bajo tranquilamente de mi mesa y sigo mi clase con normalidad, bajo la complaciente y aprobatoria mirada de mis alumnos.
Dos a dos.
A partir de ese día, el curso transcurrió con una cierta normalidad. Cada día, ellos aprendían algo nuevo, no insistí en lo de los complementos verbales ni en la historia de la literatura –que Garcilaso, Lorca & company me perdonen- y sí cómo redactar un permiso en el trabajo, cómo dirigirse a su jefe sin ser grosero ni pedante, cómo recoger un recado por teléfono y dejar constancia de ello por escrito, cómo tratar bien a la novia, cómo ayudar en casa, cómo presentarse a una entrevista de trabajo, cómo reconocer las drogas de diseño y saber los efectos reales de cada una de ellas, cómo poner un condón correctamente... Lo sentía por Cervantes y sus colegas, pero había cosas más importantes para aprender. Y lo que era mejor, yo también tenía que aprender muchas cosas de ellos y con ellos.
Al acabar el curso, se despidieron afectuosamente, de la única manera que sabían, chao, profe, es usted guay. Y, ya sabe, si la intentan violar, llámenos que lo daremos una buena paliza al cabronazo...

domingo, 9 de octubre de 2011

TENGO UN AMANTE

¿No lo saben? ¿Todavía no se lo he dicho? Pues, sí. Tengo un amante. Pero no se lo digan a nadie. No lo saben ni mi familia ni mis amigos, sólo ustedes. Es un secreto y espero que siga siéndolo, al menos, hasta que yo decida desvelarlo, aunque no es nada fácil. Se preguntarán por qué quiero mantener a este hombre sometido a las oscuridades de lo arcano, a las profundidades de lo misterioso. ¿Acaso él es un hombre casado? No. Y yo, ¿acaso soy una mujer casada o comprometida con algún ser humano o divino? Tampoco. Entonces, ¿a qué viene tanta parafernalia? Pues, verán, después de algunas relaciones serias fallidas, después de numerosos intentos por mantener un hombre a mi lado sin caer en compromisos obsoletos y obligaciones absurdas y cargantes que desembocan irremisiblemente en la rutina y el aburrimiento, después de tanto esfuerzo inútil, les decía, me he dado cuenta de que lo mejor para vivir una vida llena de deseo y excitación es tener un amante, uno a quien veo porque realmente me apetece, no porque “toca”; con quien me acuesto cuando me lo pide el cuerpo, no cuando “toca”; con quien no existen las reuniones familiares, aquéllas que se hacen eternas y cuyas conversaciones propician que una se fije sobremanera en el dibujo de los zócalos, en el bordado del mantel o en la decoración del juego de café; uno por quien soy capaz de mentir a mi madre e inventarme una burda excusa para no acompañarla a ir de compras a cambio de un excitante y oscuro encuentro en un bar en la otra punta de la ciudad; uno, en definitiva, a quien no le tengo que lavar sus calzoncillos ni contemplar sus miserias. Ahora que recuerdo, ya me lo dijo alguien en su día cuando me propuso ser su amante, es lo mejor que te puedo ofrecer, que seas mi amante. Ten en cuenta que tú sólo verías lo bueno de mí. Lo peor se queda en casa, con mi mujer. Era muy jovencita, yo, en aquella época y mi educación judeo-cristiana no me permitió ver el “chollo” que me ponía el chico en bandeja. Contrariamente, yo me vi, en esos precisos momentos, bajo un potente rayo de luz ¿divina? que salía de un enorme dedo acusador ¿divino? cual gigante E.T. El autor de tan osado ofrecimiento se fue convirtiendo paulatinamente, ante mis inocentes y asustadizos ojos, en una mezcla de serpiente, cabra y medusa de cuya cabeza salían unas desagradables culebrillas, sapos, calaveras y rayos. Nunca supe si esa imagen respondía, efectivamente, a las horas de catecismo y religión o había salido de una viñeta de alguno de los tebeos que leí durante mi infancia y mi primera juventud. El caso es, señores, que varios, muchos años después de la declinación a esa oferta, entre ofendida y excitada, entre inexperta y deseosa, entre intrigada y temerosa, aquí me tienen, con un amante, deliciosamente consciente de lo que ello significa: transgresión, alevosía, excitación y, se lo confieso ahora que ya hay confianza, preocupación. Preocupación porque, para tener un amante y mantenerlo en secreto, son necesarios, primero, mucha sangre fría para controlar todas las situaciones y palabras y, segundo, ser capaz de confeccionar una estupenda red de conexiones y mantenerla permanentemente activada con el objetivo de tener siempre a punto la excusa perfecta, la coartada idónea para que, a pesar de las precauciones, los cálculos y los preparativos exhaustivos, una pueda salir airosa de cualquier insidioso comentario tipo oye, me pareció verte el otro día en un bar –ya lo decían, el mundo es un pañuelo-, el que está delante de la academia de inglés de mi hija -¡puta casualidad!-, brindando muy acaramelada con un hombre -¡se han disparado todas las alarmas!-. Con lo lejos que está ese bar de tu casa. Ahora que lo pienso, no debías ser tú, si no tienes novio ni nada -¡acabáramos!-; o para justificar ante los presentes la llamada del amante en cuestión: si estoy con la familia, quien llama es uno de mis amigos; si estoy con los amigos, quien está al otro lado de la línea es alguna de mis hermanas o algún otro conocido y, entre monosílabos y frases inacabadas, poco identificables, voy trampeando.
Aunque les reconozco que esto me saca de las casillas, lo realmente embarazoso son las visitas sorpresas de mis padres a mi casa. Creo que están convencidos, especialmente mi padre, que, por el hecho de vivir sola en mi casa, no estar casada o salir públicamente con alguien, no tengo vida privada ni relaciones y, por consiguiente, pueden llamar a cualquier hora del día o de la noche con cualquier excusa. Y, claro, teniendo un amante secreto, estas visitas, otrora bien venidas y placenteras, se convierten en verdaderas pruebas de fuego. Les explico: a mi amante sólo le permito que deje en mi casa el cepillo de dientes, una crema y una cuchilla de afeitar, el after-shave, unas zapatillas y, como mucho, unos calzoncillos de recambio. Paradójicamente, el hombre –haciendo caso omiso de mis enérgicas órdenes disfrazadas de suaves y sabios consejos- no puede evitar traer algún libro o algún CD que escuchamos juntos mientras emulamos Instinto básico. Y lo entiendo, ¿eh? Pero lo que me altera soberanamente es su tremenda capacidad para dejarse siempre olvidado algún objeto personal perfectamente identificable, las gafas de sol, el paquete de tabaco, el móvil, unas llaves... Cuando estoy sola, que se acaba de ir mi amante, suena el interfono y oigo hola, cariño, somos papá y mamá, tengo que ir corriendo detrás de mi corazón que ha salido disparado y sujetar mi cabeza para que no se convierta en un auténtico radar de objetos cotidianos. Tranquila, que no cunda el pánico. Mientras cogen el ascensor, mierda, otra vez se ha dejado el jersey, mira que se lo tengo dicho. Primer piso. ¡Las zapatillas! ¿Por qué no las guardará en su sitio en vez de dejarlas en medio del dormitorio? Segundo piso. ¡El cenicero!, ¡las copas! Rápido, no hay tiempo que perder. Ya se oye la puerta del ascensor. ¡Las ventanas! Aquí huele más a bacalao que en toda la lonja de Arenys. Cuando les abro la puerta, parezco más una corredora de fondo al llegar a la meta que la querida, soltera y, al parecer, desamparada hija que recibe a sus queridos padres. Recuérdenme que me busque un ático sin ascensor la próxima vez que decida mudarme. Hola, cariño, pasábamos por aquí y hemos decidido hacerte una visita. ¿Cómo que pasábamos por aquí? Pero si siempre me han dicho que –y perdonen la expresión- vivo en el coño del mundo... ¿Un café? Se ponen cómodos, conversación amena, yo que me voy relajando, otra cafetera. Todo va sobre ruedas hasta que retumba en mis oídos la tan temida y des-esperada pregunta, cariño, ¿y eso?. Y se queda marcado en mi pupila un alargado dedo índice con uña larga, roja, desafiante, que, cual flecha que ha encontrado su diana, señala un objeto no identificado por mi madre entre varios conocidos que hay encima de la mesa. Lo siento, señores, pero lo tengo que decir. Mi madre tendría que trabajar en el CSI. Es implacable, la puñetera. Entre libros, llaves, cajitas, recibos, cartas, agendas, monederos, más cartas, maquillaje, el bronceador, más llaves, mi santa y querida madre se ha tenido que fijar en una cartera, al parecer no procesada por su disco duro. Atención, alarma, red de conexiones activada. No, si es de fulanito -amigo de la infancia, íntimo de la familia, sin peligro-, que vino el otro día a hacerme una visita y se la dejó olvidada. Ya le he llamado para dársela. Creo que no ha colado. Si quieres, se la llevamos nosotros. Nos viene de paso. El pobre muchacho debe estar intranquilo. Pero qué generosos y solidarios que son mis padres. Dicen que la intención es lo que cuenta... Después de varios “tirayafloja”, otra cafetera y algún que otro comentario, ¿no estás muy sola aquí, hija? Deberías buscarte a alguien..., les dejo en el ascensor y yo vuelvo a respirar tranquila y con normalidad. Y me prometo buscar novio formal.
Lo malo es que el ser humano siempre tropieza con la misma piedra no una, ni dos, ni tres sino infinidad de veces. El otro día, con mi amante en la ducha y yo vistiéndome, sonó el interfono. ¿Diga? pregunté despreocupada esperando las pizzas calentitas que habíamos pedido por teléfono. Hola, cariño, somos papá y mamá...