sábado, 31 de octubre de 2015

TÚ (que soy yo)


Mírate. Aquí estás, tumbada en el sofá, rodeada de ejercicios por corregir, escuchando una música que no te suena. Incómoda, intentas encontrar la postura ideal para escribir. Lo estás escuchando. Ahí está él, en tu despacho, haciendo no-se-qué de unas fotos en tu ordenador, tarareando su música preferida. No sabes qué pensar. No sabes qué sentir. O mejor, sí que lo sabes pero no quieres, te da miedo decírtelo. Y dejas el boli, cómo has podido llegar hasta aquí, otra vez. Y recuerdas que es el tercer o cuarto intento que hacéis para salvar esta relación; el tercer o cuarto intento que siempre empieza con buenas intenciones, con un viaje en una nube llena de amor, encuentros románticos, detalles deliciosos y momentos de pasión y lujuria. Y siempre acaba en rutina, abandono y silenciosos reproches. Es el tercer o cuarto intento pero nunca cambia nada. Tú, con tu treintena a cuestas, con tu trabajo un tanto absorbente, tus sobrinas pequeñas, tu coche y tu piso que vas decorando con magníficas facturas y una implacable e inmisericorde hipoteca. Él, con su trabajo de horarios castigadores, la custodia de su hija de doce años, un piso que todavía disfruta su ex, y viviendo con sus padres y su hermana. No cambia nada. Lunes y miércoles él duerme en tu casa y dos fines de semana al mes podéis hacer algo más que dormir. Y tú te encargas de que nunca falte nada.
Todo va bien. Él te quiere. Tú le quieres. Bien. Y, sin embargo, los encuentros son cada vez más distantes y monótonos, prescindes de él para quedar con tu familia o con tus amigos, te fijas más en sus defectos y espías sus movimientos para pillarle en falta y no le dejas pasar ni una. ¿Cómo sabes que estás enamorado de mí? Él lo sabe y punto. No se plantea nada más. Pero, ¿y tú? Tú te estás cuestionando todo. ¿Será así el resto de mi vida? Ya lo decía Julia Otero, el otro día, en su programa, sobre la serie de TV3, al marido ya le va bien, su bar, su mujercita, sus cincuenta, no se plantea nada, todo le parece bien, en su micromundo. A ella se le cae el mundo, toda la vida en el bar, su marido que no la entiende y sus cincuenta que le pesan como una losa, que le recuerdan constantemente que se está haciendo mayor... Y tú, ¿estás enamorada de mí? Y estás a punto de gritarlo, no, ya no estás enamorada, ni de él ni de nadie, que ya no es lo mismo, que no hay pasión, que no hay ganas de románticos encuentros. Mucho cariño, eso sí, pero enamorada, lo que se dice enamorada, ciega de amor, ya no. Y se lo quieres decir pero tienes miedo de hacerle daño, ya vuelves a tener ese sentimiento de culpa, ¿qué pasará si le dejo? ¿Culpa o miedo? ¿No será que tienes terror a quedarte sola? Al menos, ahora hay alguien que te abraza dos veces por semana, que cena contigo frente al televisor, alguien que cuenta contigo para las vacaciones... Treinta y cuatro, ¡qué duro se hace! Estás acojonada y disfrazas tus miedos con falsas culpas, con actos de buena samaritana... ¿Otra vez estás así, con tus dudas y tus respuestas cortantes? No sé da cuenta de nada, ¿verdad? Por cierto, ¿y lo de irnos a vivir juntos? Y te subes por las paredes. Deberías ser más fuerte, más egoísta y decirlo claro. No, nos vamos a ir a vivir juntos, ni hoy, ni mañana ni nunca. Y quieres huir pero lo único que haces es ser cruel, provocar la discusión, hacerle rabiar para que sea él el que tome la decisión de dejarte. Sólo así podrás alejarte sin tener ese maldito sentimiento de culpabilidad. Malditos lastres de la educación judeocristiana.
Oyes su voz. Te llama para que veas las proezas que hace él en tu ordenador, en tu despacho. Dejas de hacer lo que estabas haciendo y vas hacia él. Y te acuerdas de aquella canción que tarareaba tu madre cuando lavaba los platos: Si tú me dices ven, lo dejo todo... ¡Maldita sea!

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