domingo, 22 de septiembre de 2013

¡BAILAD, BAILAD, MALDITOS!


Uno, dos, tres y chachachá. Uno, dos, tres y chachachá. Y uno y dos y vuelta. Lateral. Tres pasos para atrás y otra vez. Uno, dos, tres y chachachá...
Así me vi el martes pasado en mi primera clase de baile. Porque en agosto decidí que tenía que hacer algo diferente durante el largo invierno, que ya estaba bien de hacer cursillos de especialización para ser mejor profesional en mi ámbito, que ya estaba harta de dedicarle más horas -sin contar las de la jornada laboral que, a veces, ronda las 10 horas diarias- a la pedagogía, a la didáctica, al comentario de texto o a cómo hacer que los niños estudien más y sean más felices. En agosto decidí que me tocaba a mí ser más feliz de lo que soy y en esas tribulaciones estaba cuando vi un reportaje en la tele en el que salían hombres y mujeres con cierta edad y cierto perfil (el físico, con sus lorzas y sus curvas de la felicidad, y el laboral, o lo que es lo mismo, amas de casa y jubilados) que se habían apuntado a una asociación de barrio para bailar. Y allí estaban, riendo, haciendo bromas entre ellos, aprendiendo nuevos pasos, equivocándose mil veces e intentándolo otras mil veces más; todos con la mejor de sus sonrisas, vitales, felices, activos, diciendo a la cámara lo bien que se sentían desde que iban a esas clases de baile. Me quedé con la copla y pensé que, quizás, esa era la respuesta a mi deseo de hacer algo diferente. Pero enseguida descarté la idea. ¿A quién pretendía engañar? Si hacía siglos que no bailaba, que no pisaba una discoteca. Si, además, mi pareja no podría acompañarme. No, no,imposible. Mejor apuntarse a pilates, a taichí o a yoga.
Pero el destino se alió con mis deseos en forma de folleto informativo en el buzón. El casal de mi barrio anunciaba los cursos para el último trimestre y entre idiomas, cocina, informática, fotografía, dos palabras llamaban mi atención como si hubieran estado pintadas con luces de neón: ritmos latinos. No se necesitaba pareja porque iban a ser bailes en línea. Se harían a última hora de la tarde, genial. Estaba cerca de casa, más genial todavía. Y eran económicos. Decidido.
Fui a apuntarme y la chica de administración me comentó que el profe era muy divertido, que se tenía que ir con ropa de calle, que no iba a sudar, y que me lo pasaría muy bien. Era justo lo que estaba buscando.
Y el martes pasado empecé. Una sala enorme con un enorme espejo. Un señor de negro dando la bienvenida. Y música. ¡Ah! Y mis compañeros de aventura. Una quincena de mujeres en torno a los 55-60 años con muchas ganas de marcha. Y dos hombres, uno mayor y achacoso y otro más joven, con los ojos pintados y un pantalón muy estrecho. Huelga decir que allí me sentí una chavalina, una chavalina callada, tímida y expectante. Y empezó a sonar la música.
¿Que no iba a sudar? ¡¡¡¡Y una porra!!!! Una hora y cuarto sin parar de bailar. Bueno, es un decir, porque bailar, bailar, lo que se dice bailar, poco. Lo que sí hice, y mucho, fue contar pasos, muchos pasos, hacia adelante, hacia atrás, a un lado, hacia otro. Una vez. Otra vez. Y vuelta a empezar. Tocamos todos los ritmos: el mambo, el chachachá, la salsa, la samba, merengue... ¡Qué lío!, ¡cuántas risas!, ¡qué sudores!, ¡cuántos tropezones! Y allí estaba yo, sudando como una cerda, contando los pasos, concentrada para hacerlo lo mejor posible, para no eauivocarme, intentando mover los pies y todo el cuerpo al unísono y no parecer un robot con un palo en la espalda. Lo peor era cuando el profe decía que no mirásemos al suelo, que había que mirar al espejo y sonreír siempre. Ahí me perdía yo. Y ahí me veía yo como un espantapájaros patoso, colorada como un tomate, pisándome a mí misma y diciéndome, perfeccionista como la que más, que era normal equivocarse, que no podía hacerlo bien a la primera. No sé por qué sudaba más, si por todo lo que me estaba moviendo, o por el ridículo que estaba haciendo. Pero no dejaba de reír No dejábamos de reír porque allí todos éramos novatos y todos, más o menos, mejor o peor, estábamos allí para aprender los famosos ritmos latinos.
La hora se me hizo cortísima y salí de la sala con una gran sonrisa y con una gran sensación de bienestar.
¿Volverás?, me preguntó la chica de recpción. Por supuesto, contesté, pero me traeré una toalla y una botella de agua porque, si no, no aguantaré. Me alegro, me dijo, y si quieres sudar de verdad, el dos de octubre empezamos zumba. ¿Zumba?, ¿qué coño es eso?, se me escapó. Es una mezcla de gimnasia y baile, algo parecido al earobic pero a lo bestia. Ahí sí que tienes que ir en chándal y con mucha agua porque vas a sudar de lo lindo. Y mientras bailas y te diviertes, haces cardio, musculatura y te pones en forma. ¿Y perderé estos miches que he ganado este verano? Por supuesto. ¿Dónde tengo que firmar?
Ya estoy pensando en ir al decathlon para comprarme los kits pertinentes, el de la barbie bailarina latina y de la barbie zumbera... Esto último ha sonado un poco mal, ¿no?