viernes, 19 de julio de 2013

RAMADÁN MUBARAK (postales desde Tánger)


¡Qué ganitas tenía de pisar tierra mora! ¡Qué ganitas de caminar por sus callejones, ver sus rostros y oler sus aromas! ¡Qué ganitas de volver!
Llego el día anterior al inicio de mes de ayuno, el mes de Ramadán, y en seguida me envuelven sus efluvios de salitre, orín y especias. En seguida me dejo llevar por los aires morunos y, recorriendo su perfil redondo, llego a su puerto viejo y a su zoco. ¡Qué recuerdos! Callejuelas estrechas atestadas de gentes, de carromatos, de mercancías, de fruta, de cerámica, de cuero, de deliciosos y elegantes kaftanes bordados con hilo de oro y de plata y de filigranas de pasamanería, de cristales, de lentejuelas. 


Entre tantos hombres y mujeres, alguien me empuja. Unos ojos negros de mujer se funden en mi mirada y un conocido y familiar sonido de dialecto penetra en mis oídos y en mi garganta y me saca las primeras palabras en árabe: ma kein mushkil (no hay problema). Un rostro extrañado, unas pocas palabras en árabe, ana attakalamu al-lugat al-arabiya shu'iya, una sonrisa y me arranco a hablar. Y me entiende. Y me pregunta. Y le respondo. Y me doy cuenta de que, después de tantos años, no lo he olvidado. Sigo mi deambular por aquellas calles de juventud y me tropiezo con los restos de un pasado fructífero y esperanzador. Y me siguen admirando los puestos de especias. Hay algo mágico, de esotérico y de atávico en esos montones de polvos de colores tan de la tierra y aromas tan profundos.


Vivo el primer día de Ramadán como una cuaresma cristiana. Se nota en las calles y en los rostros. La vorágine del día anterior, con las tiendas abiertas de par en par hasta las tantas de la madrugada, con los comerciantes gritando sus productos y vendiéndolos con agilidad y picardía, 


con las motillos y las camionetas zigzagueando para no llevrase por delante los puestos, con los cafetines llenos de cuerpos ociosos y miradas atentas, ha desaparecido y, en su lugar, solo veo persianas echadas, calles semidesiertas y el silencio. Tardarán en abrir, me dice alguien a mi espalda, en un exótico castellano. Ya sabe, Ramadán. Sonrío. Ramadán mubarak, respondo llevándome la mano al corazón, ma'a salama. Me encanta ver esos ojos extraños extrañados cuando oyen a alguien extranjero hablar su propia lengua. Sigo mi recorrido tantas veces andado y recordado. Hace calor y pienso en ellos. En ayunas. Sin poder comer ni beber nada, ni siquiera un vaso de agua. Sin fumar. Sin sexo. Sin pensamientos impuros. Me tropiezo con puestos de pastelillos para el final del día: montañas de dulces de hojaldre, miel, sésamo, almendra, pistacho. Y ya en el puerto viejo, a lo lejos, oteo un panel verde que publicita una marca de cerveza. Sonrío y camino rápido hacia allí. Restaurante Término. Un ventilador y un viejo camarero me dan la bienvenida. Una cerveza. Me la sirve de espaladas a la puerta en una copa envuelta con una servilleta de papel. Fría, muy fría. Y prohibida, muy prohibida (por partida doble, por el alcohol y por el Ramadán). No sé qué adjetivo me provoca tantas endorfinas en ese momento.
El Ramadán se hace más hiriente en el maqha Hafa, desde donde se divisa el estrecho y la península, desde donde muchos jóvenes empiezan a maldecir su presente y a tejer su futuro europeo, tal y como lo novela Mathias Énard en su Calle de los ladrones). Y allí, sola, con mi sha'i bi nana y el sol a punto de esconderse, yo también reflexiono sobre mi futuro. Mar, té con menta, silencio y futuro. ¿Qué más quiero? De nuevo, las endorfinas...

El iftar, la ruptura del ayuno, llega con la voz metálica del almuédano, Al-lahu Akbar, y de nuevo me vuelvo a reconciliar con esos sonidos entre sinuosos y cortantes que aprendí e interioricé en mis años mozos. Me gusta oír esa breve oración mientras se desliza por los tejados y las antenas parabólicas mientras yo hago lo mismo por las calles que bajan al puerto. El final del ayuno, especialmente el primer día, se vive como un Barça-Real Madrid: calles desiertas y silenciosas, bares llenos y algún que otro grito que sale de las casas, a modo de celebración. Pero, en vez de cerveza, pepito de ternera y bravas, harira, bastela y dulces. Las plazas y los rincones vuelven a ser hervideros de gentes que ya han pasado el primer mal trago del ayuno, nunca mejor dicho. Vuelvo a oler a tabaco y a comida, a ajetreo y a seducción.
Tánger me seduce y no sé bien por qué: por lo que fue, por lo que es o por lo que no quiere o no puede ser. Abandono, suciedad, decadencia, pobreza. Edificios a medio construir, fachadas a medio pintar y sueños a medio camino entre la realidad y la pesadilla. La bahía me abraza y vienen a mi mente otras bahías llenas de luz y música, otros puertos llenos de actividad y poderío. Y, a pesar de la luz de su sol y de su arena, a pesar de su belleza, de su esplendoroso pasado, Tánger permanece oscura, triste y fea. 

No como Assilah, la hermana pequeña de Tánger. Blanca, muy blanca, y azul muy azul.


Abierta y luminosa.





 

Llena de arte y de tradición


Llena de originalidad y de creatividad.


 Llena de color y de ideas.




Assilah es bella. Assilah invita al recreo y a la alegría, al recuerdo y al futuro.

Tánger, refugio de artistas, ciudad de contrastes y de contradicciones, de luminosa bahía y de oscuros y sucios portales. Lo tiene todo para ser una gran ciudad: una playa blanca, una medina ancestral, modernas avenidas, un puerto comercial y otro que no se sabe qué será, ¿deportivo?, ¿pesquero? Pero lo mejor que tiene es su ubicación, está situada en una zona privilegiada. Tánger, puerta de África, pasillo hacia Europa, ventana al Atlántico, muy cerca del Mediterráneo.
Tánger, ciudad de pasado glorioso, de presente indefinido y de futuro... ¿Qué futuro le espera a esta ciudad? 


Acabo de volver de allí y todavía huelo a sal, los colores permanecen en mi retina, las especias ya están en mi cocina. Y, de momento, las endorfinas siguen intactas.

Fotos de PedroClick http://pedroclick.blogspot.com.es/

domingo, 14 de julio de 2013

SOY LO QUE LEO/LEO LO QUE SOY

Si, así es, soy lo que leo y lo que he leído. Soy "hija" de las cartillas con las que aprendí a leer mis primeras letras, de los cuentos infantiles que me explicaba mi madre, de los libros de texto de toda una vida académica, de los manuales y de los clásicos que tuve que "diseccionar"  durante mis carreras universitarias y de los diccionarios que utilice y sigo utilizando. Y no, no soy "hija" de aquellos libros de la presdolescencia, Los Hollister, Los Cinco, Las mellizas de Torres de Malory, porque, por mucho que mi familia insistiera, no me gustaban. Con la edad y por mis aficiones, mis lecturas han ido variando y han ido ampliando sus horizontes: libros de adultos y para adultos, libros en otros idiomas, prensa, ensayos, poesía, diccionarios más complejos. Y así, soy lo que leo porque, gracias a todas esas letras, las que he leído y las que no he leído, se ha ido forjando mi yo, me he ido forjando yo.

Y, después de toda una jornada, después de toda una vida, leyendo letras, señales, formas, colores, iconos, llego a casa. Me ducho, me pongo cómoda y entro en mi despacho.  Me quedo quieta ante las estanterías repletas de mis libros protegidos por unas puertas de cristal y me veo reflejada en ellas. Soy yo. Y más allá de mi figura difuminada en la superficie brillante, veo con más claridad los lomos de todos los libros que me hacen pensar en el sentido inverso de aquella reflexión "soy lo que leo". Repaso en silencio y lentamente, muy lentamente, cada una de las estanterías de mi despacho. En la superior, los libros de gran formato sobre arte, religión e historia porque, desde siempre, me ha fascinado el origen de estos tres elementos claves de cualquier civilización, tres elementos claves de la propia Humanidad. Debajo, varias estanterías con las colecciones de los clásicos hispánicos y en otras lenguas porque, desde que empece a leer el primero, supe que mi vida iba a ir por esos derroteros. Soy licenciada en Filología Hispánica. Al lado, los libros, los manuales pertenecientes a la literatura árabe porque, desde que pise por primera vez tierra moruna,  soy una gran apasionada del mundo árabe, de esa cultura tan rica y ancestral: mis moritos, y mis moritas, como los llamo yo, mis moritos y mis moritas que siempre reservo para el verano. Más abajo, todos los libros escritos por mujeres porque, sencillamente, soy mujer. En otras estanterías, varias, la literatura actual, anárquica, desordenada, variada, autóctona, traducida, que obedece a impulsos y a pulsiones cuyo origen desconozco exactamente (quizás, ese sea uno de los misterios del ser humano: ¿por qué me gusta lo que me gusta?). En cierto sentido, soy así, impulsiva y ecléctica. En otra, los diccionarios, muchos, que responden al gran respeto que tengo a la lengua (en general) ya que en ella se encuentra la semilla del tema que nos ocupa (¿y nos preocupa?): la lectura, y porque, ya lo saben ustedes, soy profesora de Lengua. Más abajo, los manuales de escritura, de como escribir bien (que no significa sólo hacerlo sin faltas de ortografía), de como estructurar una novela, de como diseñar unos buenos personajes porque, si bien hoy sólo soy una mujer que escribe, si quiero llegar a ser una buena escritora. En otra, los libros de viajes y no sólo me refiero a las guías turísticas, que también. Y es que soy una gran curiosa: me encanta viajar y conocer nuevas culturas, nuevos paisajes, nuevas gentes... En otra, ensayos y manuales sobre diversos temas (actuales pero de toda la vida): economía, política, sexo, etc. Ante todo, soy persona. Tocando el suelo, a la altura de los más pequeños, los cuentos infantiles, que les he leído no pocas veces. Porque soy tía. Y en la última, carpetas de artículos y de revistas que, por una razón y otra, obedeciendo a esta figura poliédrica que soy, en su momento me interesaron. Porque soy eso, somos eso, un sorprendente y misterioso poliedro de muchos lados, de muchas facetas. Por eso, en efecto, y dando la vuelta a aquellas palabras, leo lo que soy.


Sin embargo, ante este juego de palabras, soy lo que leo, leo lo que soy, ante esta encrucijada sin salida, sólo quedan los verbos, LEER y SER, que se fusionan en una misma realidad. Y eso es lo que realmente importa, ¿no?