domingo, 28 de octubre de 2012

PIPÍ-CACA (o el arte del buen viajero)


El jueves pasado fui a cenar a casa de mi amiga Montse: exquisitos quesos para untar, sabrosas aceitunas, encurtido de alcachofa, estupendas croquetas de boletus, vino, cava y un delicioso tajine de pollo y dátiles, sin duda alguna el plato ideal para una velada en la que los viajes y las dunas serían los únicos protagonistas.
En torno a esa mesa nos reunimos seis amantes de los kilómetros y de las aventuras, seis viajeros -que no turistas- con nuestras mochilas a la espalda, mochilas llenas de experiencias, culturas, paisajes, lenguas, amigos y un montón de anécdotas. En torno a esa mesa, hablamos de Marruecos, de Costa de Marfil, de Tumbuctú, del Sáhara..., reímos, contamos, recordamos y planificamos nuevos viajes. Y así, entre platillo y platillo, entre anécdota y anécdota, los seis estuvimos de acuerdo al afirmar que, para viajar, hay que abrir las mentes y activar varios resortes o chips: el chip de la tolerancia, el chip de la capacidad de adaptación y el chip del humor, mejor dicho, el chip de saber reírse de uno mismo. Sólo así, los peores momentos (momentos desagradables, inesperados, violento, comprometedores) en un entorno desconocido (no voy a decir hostil porque tampoco es para tanto) se convierten en un simple pasaje de nuestro gran libro de viajes, un motivo de risas en futuros encuentros.
Recordé aquel viaje de fin de año por Marruecos. Viaje inolvidable con mi hermana y mi cuñado y más gente. Noche del 31 de diciembre, desierto de Merzouga, jaimas, alfombras, dátiles, cava caliente y tajine de cordero y verduras. También recordé el viaje a China y aquel momento histórico en la Ciudad Prohibida (Véase entrada “Popó” del 4 de febrero de 2012).
Otra vez, también en Marruecos, en Rabat concretamente, haciendo un curso de lengua árabe, en la residencia de estudiantes, me entró un apretón. Puse en marcha la “Operación Popó”: toallitas higiénicas, papel higiénico y mi Marie Claire, por supuesto. No me acordaba que los váteres, allí, son simples agujeros en el suelo, con tan mala suerte, además, de que el retrete donde entré tenía el pestillo un poquito suelto (los otros dos estaban ocupados). Y allí me ven, de cuclillas, en una postura un tanto forzada, procurando que mis pantalones no tocaran ni un centímetro del suelo sucio, manteniendo un difícil equilibrio, con una mano aguantando las toallitas, el papel y mi glamourosa revista (mi glamour se estaba yendo por el maldito agujero), alargando la otra mano intentando sujetar la puerta para que nadie la abriera desde fuera y fuera testigo de tan lamentable postal...
Y en otra ocasión, viajando con dos conocidos (lo reconozco, Marruecos me puede, me iría allí hasta con el mismísimo diablo. Lo bueno de aquella excursión es que uno de ellos acabó siendo más que un conocido... hasta ahora. Y que dure) por todo Marruecos en Lada, aterrizamos en un camping perdido en pleno Atlas. Aquí descansaremos. Vale. Yo odio el camping pero por mi Marruecos hago lo que sea. Me tiene tan subyugada que tengo publicado un escrito titulado "Marruecos, la esencia" (http://elpais.com/diario/2005/10/15/viajero/1129410492_850215.html)
Problem, nos dice el encargado, no agua. ¿Cómo? ¿Y cómo me lavo los dientes? ¿Y para ir al lavabo? ¿Tualet? El hombre me señaló una zona de cedros. Supongo que se imaginarán las risas de aquellos dos conocidos compañeros de viaje. ¡Ni una risa! ¡Ni una palabra! Vosotros, ni miréis, les decía mientras, muy digna yo, me dirigía hacia los cedros con mi rollo de papel higiénico y mi revista de turno. ¡Que no miréis! ¡He dicho que no miréis! ¡Como miréis, os las cargáis!, iba yo gritando en cuclillas, intentando concentrarme en mi tarea. La cuestión es que, tan pendiente que estaba yo de que mis colegas no me miraran, no me di cuenta de que una columna de niños uniformados a lo boyscout se iba acercando por mi izquierda. Me quedé helada. Allí estaba yo, en esa postura tan incómoda y tan comprometedora -vamos, con el culo al aire, para qué andarse con rodeos-, convertida en el blanco de las miradas de reojo y las risillas de esos niños que, sin volver la cabeza y con paso marcial, iban desfilando ante mí. No sé si aquella imagen les traumatizó pero a mí se me quitaron las ganas de todo...
O cuando hice una travesía en velero y, después de varios días de estreñimiento, tuve que pasar de mis escrúpulos y de mis prejuicios, coger mi revista y meterme en esos pocos metros cuadrados mientras los demás tripulantes podían oír perfectamente todo lo que hacía. Durante aquel primer viaje en velero (una gran oportunidad para ponerse a prueba uno mismo) comprobé que todos tenemos nuestras manías y costumbres al ir al lavabo, que todos hacemos ruiditos, que todos necesitamos nuestro tiempo y nuestros rituales y que no pasaba absolutamente nada. Y dicen que la muerte es lo que nos hace iguales. ¡Ja! Lo que nos hace verdaderamente iguales es el hecho de ir al lavabo, en otras palabras, mear, cagar y pedorrearse.
Pero, donde pasé más vergüenza fue en una estación de servicio, en un viaje de fin de curso. Yendo hacia Italia en autocar en pleno mes de junio, después de beber mucha agua y con la vejiga a punto de reventar, nada más parar. Me fui corriendo hacia los lavabos. ¡Qué alivio!, pensé al sentarme en la taza blanca. Debía de estar llena, llena, porque aquella micción parecía no tener fin. ¡Joder, quién está meando así!, oigo decir a una de mis alumnas. ¡Qué corte! Contraje los músculos en un intento vano de interrumpir mi tarea. Imposible. La naturaleza es muy sabia. ¡Pedazo meada!, vuelvo a escuchar al otro lado de la puerta del retrete. Identifico la voz. Se la tengo jurada. No puedo hacer nada por parar. Realmente, estaba a tope (¿no les ha pasado nunca? Qué suerte). ¡Joder, si parece un elefante! Muerta de vergüenza, dejé caer las últimas gotas. Qué bochorno. Cómo iba a salir de allí. ¡Parece que el hipopótamo ya ha acabado de mear y el nivel de los ríos ha subido un doscientos por ciento! Bueno, eso era el colmo. Con la cabeza bien alta, abrí la puerta del retrete. ¡Joder, la tutora!, soltó al unísono aquel nutrido grupo de alumnas que todavía seguía allí, como esperando a ver quién era la propietaria de tan tremenda meada. Completamente cortadas, les solté: ¿Qué pasa?, ¿acaso nunca habéis visto un hipopótamo en un lavabo? Pues es la cosa más normal del mundo. No sabéis lo que os perdéis... Y así, mudas y avergonzadas, se quedaron mis chicas mientras yo, tierra trágame, salía de allí como buenamente podía.

Y así transcurrió la velada del jueves pasado, evocando excéntricos momentos, riendo las ocurrencias y soñando con volver a viajar. Por cierto, aquí les dejo la dirección de uno de ellos, experto en viajes por África subsahariana kongooccidental.wordpress.com.