domingo, 11 de marzo de 2012

DE CONCIERTO

Simple Minds. ¿Se acuerdan? Aquel grupo musical del Reino Unido que hacía furor en los años 80 y 90. Aquel Jim Kerr, con su estética de cuero y sus movimientos seductores, que encantaba a las tiernas jovencitas en edad de merecer a las que les gustaban los chicos duros. ¿O sólo me pasaba a mí? Simple Mind, con sus aires frescos que llegaban en discos de vinilo y rompían con la música que se escuchaba en la piel de toro. ¿Cuánto hace de eso?
Hace dos semanas, fui a verlos a Razzmatazz, la mítica sala de conciertos de Barcelona. Allí estábamos mi hermana mayor, mi pareja y yo, un jueves cualquiera, después de la jornada laboral, de haber pasado por el mercado, de dejar preparada la cena para las niñas, desafiando el cansancio, el sueño y demás estragos que provoca la edad; porque allí, después de entrar sin aglomeraciones, ni colas, ni gritos de histeria, en ese idílico recinto de suelo enganchoso y paredes oscuras, estábamos congregados los que hemos pasado los 40, los que rondan los 50 y, por lo que pude ver, incluso los que tontean con los 60. Concierto tranquilo, cerveza en mano, recordando los éxitos y los movimientos del solista que, ¿cuántos años debe de tener ya?
¡Ay! Qué fabuloso ese invento, el de los conciertos musicales. Los primeros a los que no asistí (no porque no lo intentara ante mi escandalizada madre) fue uno de los Pecos, otro de Iván, y varios de Pancho y Javi, los chicos de Verano Azul. Todavía con uniforme de colegio de monjas, menudas broncas me llevé en casa porque insistía una y otra vez (¡soy la única que no va!, ¡tengo 14 años y ya soy mayor!, ¡pues, si no me dejáis ir, me escaparé!) El primero al que fui con el consentimiento de mis progenitores fue el de Mecano, en el Borne, gratuito, por supuesto. Era yo una estudiante de 17 añitos que, por primera vez, iba a ver a mis ídolos en carne y hueso e iba a escuchar sus canciones a escasos metros de los contoneos de Ana y de los movimientos espasmódicos de los hermanos Cano. Por supuesto, tuve que pasar por el fatídico tercer grado de mi madre (¿con quién vas?, ¿dónde es el concierto?, ¿a qué hora acaba?, ¿con quién volverás a casa?), y de sus sabias recomendaciones (sobre todo, nada de alcohol ni tabaco; vigila a tu alrededor, que esos sitios suelen ser muy oscuros; con los compañeros de clase, ya sabes, nada de nada), para acabar con las dos frases que se convirtieron en una auténtica letanía durante mi adolescencia y juventud: toma cien pesetas para que te tomes algo, y devuélveme el cambio, y, no es que no me fíe de ti, es que no me fío de los demás… Yo, entusiasmada, alterada, excitada, a punto de vivir una experiencia única que me iba a permitir poner un pie en el mundo de los adultos. ¿El concierto? A la segunda canción, el recinto se quedó a oscuras: cosas del directo…
A ese concierto le sucedió uno de Spandau Ballet, que escuché desde un banco de la calle Marina, a las puertas de la Monumental, porque mi madre consideró que ese grupo musical era para mayores (yo estaba a punto de cumplir los 18) y no quiso pagar la entrada. Y ya nos ven a mi amiga y a mí, bailando en la calle al son de Gold y demás canciones de los nuevos románticos. Allí me juré que si volvían a Barcelona, daba igual el día y la hora, yo estaría allí.
En cuanto empecé a ganar dinero, a partir de los veintipocos, procuré ir a los eventos musicales que más me gustaban, Revólver, Miguel Bosé, La Unión, Antonio Vega, Antonio Flores, y muchos más, algunos de ellos por partida doble, y triple. En todos los conciertos, después de cenar en casa algo rapidito, después de interminables colas ante las puertas de acceso y de frenéticas carreras para alcanzar el mejor sitio, estaba yo, a pie de escenario, con las camperas, los tejanos y varias cervezas, aguantando los empujones, los pisotones, los apretujones y demás movimientos raros de los que, como yo, querían estar a escasos metros de la estrella del momento. En todos ellos, a pesar de las incomodidades, del dolor de pies y de la peste a sudor que reinaba en el lugar, estaba yo, bailando sin parar, coreando entusiasmada las canciones y gritando eufórica (¡qué digo yo!, eufórica, no. Más bien, histérica, hecha toda una energúmena) a los cantantes ¡tío bueno!, ¡macizorro!, ¡queremos un hijo tuyo! y demás lindezas (Dios mío, qué mal estaba entonces pero qué poco me reconozco en las fans del Justin Bieber ese).
Parece ser que, a partir de una cierta edad, los gustos musicales varían poco pero las formas de disfrutarlos se van ajustando paulatinamente a los años que vamos cumpliendo. Las euforias se van calmando y nuestra necesidad de ver el concierto desde una buena butaca se hace cada vez más imperiosa: el último de Antonio Vega, Sting y la Filarmónica de Londres, sentada con mi hermana en la grada vip, después de aparcar el coche en el parking de los vip, una copa de cava en la zona igualmente vip (vip-inolvidable); Revólver, en el Auditorio de Zaragoza, bien cómodos, después de una deliciosa cena en un restaurante delicioso y un delicioso fin de semana en la capital aragonesa; Police, genial y, a pesar de toda la gente que había, sin problemas para aparcar ni para acceder. Pero quizás hay dos conciertos que, pasados los 40, recuerdo con especial ilusión. Hace ya tres años, creo, fui a ver a Spandau Ballet. Se trataba de mi asignatura pendiente. Estaban como yo los recordaba. Bueno, algo más calvos; alguno de ellos, con barriguita cervecera y con menos movimientos espasmódicos. Pero igual de elegantes que siempre, con la misma voz (ejem) y el mismo sonido de nuevos románticos. Sencillamente, genial.
El otro concierto que recuerdo con especial agrado es el de Miguel Bosé. Después de muchos años, mi hermana y yo volvimos a verlo y a escucharlo en directo. Para él, también habían pasado los años pero, como el buen vino, estaba impresionante. No, ya no movía las caderas como lo hacía antaño ni daba esos pasos de baile tan arriesgados. Sin embargo, paseaba por el escenario elegante, seductor, sabedor que allí abajo estábamos tropecientas cuarentonas babeando por él, suspirando por él y coreando, como hacía ya 20 años, sus canciones de siempre. Yo, de vez en cuando, le decía en voz muy alta ¡bravo, poeta!, ¡artista! Pero, al cabo de media hora de paseillos y con la aparición de Boris Izaguirre como estrella invitada, me sorprendí a mí misma gritándole ¡mueve ese culo, cabrón! Fue impresionante. Después de dos horas de tremendo concierto, dos horas de incesante bailoteo, dos horas gritando como posesas y riendo como locas, al volver a casa, mi hermana y yo, sudorosas, agotadas, habíamos rejuvenecido veinte años. Daba igual en qué nos habíamos convertido con el paso del tiempo (trabajo, hipoteca, hijos, maridos y/o parejas, obligaciones, responsabilidades...); aquella noche, bajo el influjo de Papito, fuimos de nuevo dos jovencitas que ardían en deseos de comerse el mundo....
Eso es lo que tienen los conciertos: te transforman, te seducen, te alteran, te excitan... Si no, que se lo pregunten a mi madre y a mi tía, que, cuando fueron a ver a Raphael (creo que, entre los tres, superaban los 200 años), ya nunca más volvieron a ser las mismas...