miércoles, 19 de octubre de 2011

SOY DE LETRAS

Soy de letras. Ea, ya lo he dicho. Sí, soy de letras. ¿Y qué? ¿Pasa algo? Joder, como si ser de letras fuera una especie de virus cuyo antídoto todavía no se ha encontrado (yo estoy convencida de que ni siquiera se está buscando porque ya nos dan por perdidos). Sí, soy de letras. Y a mucha honra. Y me pongo así de chula porque me da la impresión de que decir que una es de letras es como decir ‘soy una lerda’, que he elegido letras porque soy un auténtico zoquete con los números, las ciencias y todo lo que tenga que ver con fórmulas, ya sean matemáticas, físicas o químicas; que decidí hacer letras por descarte, por desesperación, por hacer algo, vaya. Pues no. Yo soy de letras por convicción y por vocación. Y sí, lo reconozco, soy algo durilla con los números, qué le vamos a hacer, algún defecto debía de tener, ¿no?; más bien, diría que me cuesta entender los conceptos matemáticos y los términos económicos que están tan de moda y que, al parecer, hay que dominar si una quiere tener una jubilación tranquila.
Porque una cosa es tener todas los recibos bien ordenaditos en una carpeta monísima de colores; otra cosa es tener todos los papeles de la hipoteca perfectamente clasificados en otra carpeta también monísima; y otra cosa es tener en el ordenador un Excel con todos los haberes y deberes que voy rellenando religiosamente cada mes (es que soy una auténtica virgo). Pero otra cosa muy diferente es entender todos y cada uno de los conceptos que aparecen en esos insidiosos papelitos de diferentes colores, texturas y medidas. Porque, supongo que me darán la razón, hay veces que la cosa no es tan simple, hay veces que todo se complica, como si las fuerzas del mal en forma de incomprensibles términos y palabras raras se hubieran aliado en mi contra. Entonces es cuando echo de menos ser de ciencias.
Como muestra, dos botones:
Desde que empecé a trabajar, con nómina, TC, Seguridad Social y toda la mandanga, y tuve que hacer la declaración de la renta, mayo se me antojaba como el mes de las histerias de la economía doméstica: ¿me falta algún papel?, ¿me habrán hecho bien la retención?; si se me olvida algo, ¿me meterán en la cárcel? Llamaba por teléfono, reservaba día y hora y bien arregladita (como si fuera al ministerio, vamos, inocente de mí) me presentaba en la delegación de hacienda con mis carpetitas bajo el brazo y todos los recibos primorosamente ordenados y revisados hasta la extenuación. A medida que el funcionario me los iba pidiendo, yo los iba sacando de la dichosa carpetita con una sonrisa y una respiración cada vez más tranquila, y él iba tecleando con una rapidez nunca vista no se qué. Entonces llegaba el gran momento en que el individuo en cuestión giraba la pantalla del ordenador y preguntaba al aire: ¿Todo bien? Yo miraba y remiraba aquel monstruo de tres cabezas y no se cuántos tentáculos en forma de extraños conceptos y números y más números. Le devuelven 937,46 euros. Yo, mientras, repasaba aquellas incomprensibles cifras y, sin entender de dónde demonios habían salido, afirmaba disimulando un apabullante dominio del tema: Todo perfecto.
Hasta que me compré el piso. Estuve pagando durante tres años unos recibos mensuales en concepto de entrada y, cuando firmé la hipoteca, mi padre ya me avisó que la declaración de renta de aquel año sufriría algunas modificaciones. Se acercaba mayo y yo, hecha un atajo de nervios, revisando una y otra vez cada maldito papel de la dichosa carpetita, que ya empezaba a odiar, pedí a mi padre que me explicara en qué iban a consistir tales modificaciones. Tres cuartos de hora estuvo. No entendí ni papa. Se lo pedí a mi cuñado. Nada. Y el que era un proyecto de novio en aquel entonces también se prestó a explicármelo. Inútil. El día D, de Declaración de renta, llegué a la mesa 73 de la delegación y una tal señorita Merche se presentó muy amablemente dispuesta a hacerme los cálculos pertinentes y a resolver todas mis dudas. Perfecto Por fin, lo podré entender de una maldita vez. A medida que iba introduciendo los datos, efectivamente, me iba explicando todo lo que estaba sucediendo en la pantalla de su ordenador y, por ende, en mi declaración. ¿Lo ha entendido? Pues no, lo siento. ¿Le importaría volver a explicármelo? La señorita Merche repitió, palabra a palabra, la perorata de las hipotecas y las entradas. ¿Ya lo ha entendido? Pero, ¿cómo lo voy a entender si me ha dicho exactamente lo mismo? Con todos los recibos dispersos por la mesa y el manual de declaración de renta de aquel año abierto por el apartado del tema que nos ocupaba, la funcionaria, resoplando de manera insolente y adoptando una actitud de maestra de niños pequeños, me lo explicó todo de nuevo. ¿Lo entiende ahora? Mi cara debía ser todo un poema porque la mujer soltó en voz alta un joder, tampoco es tan difícil. Ni que fuera usted de letras. ¡ACABÁRAMOS!
A partir de ahí, como si mi mente selectiva hubiera borrado tan bochornoso incidente, sólo me acuerdo de que, ofendidísima, empecé a recoger los papeles, mientras otra señorita (supongo que era la supervisora o algo así) me dirigía muy amablemente a una sala más apartada. Bueno, en realidad, también me recuerdo a mí misma gritando como una energúmena entre las mesas y los contribuyentes: ¡Perdona, guapita de cara, ¿acaso sabes tú hacer un comentario literario de un soneto de Góngora?!
Pero el colmo de mi cortedad en cuestión de números y finanzas domésticas llegó este verano, mientras preparaba mi viaje a China. Como cada año, llamaba a mi hermana para decirle dónde estaban apuntados los números secretos de las cuentas corrientes y de las tarjetas, las claves para entrar en las entidades bancarias on-line, todo lo del fondo de pensiones, el seguro de viajes. Todo por si me pasaba algo durante el viaje. ¿Y el seguro de vida? ¿Seguro de vida? ¿Qué seguro de vida? No tenía ni idea si lo tenía o no. No te iría mal que te informaras y que te hicieras uno… Ya sabes, el piso, papá, mamá, nosotras…Vale. Muy puesta, yo, llamo a la entidad bancaria donde tengo la hipoteca para averiguar si lo tengo. No, no lo tengo. Una voz muy amable me pregunta si quiero informarme sobre sus seguros de vida. ¿Tienen más de uno? Habrá que estar muy atenta para pillar a la primera las diferencias y las prestaciones. La voz empieza a hablarme sobre las cuotas mensuales, no es muy caro, no; me habla de los beneficiarios, me menciona eso de en caso de accidente, luego me comenta algo de en caso de fallecimiento… Pero mi cabeza está en otro sitio y mis oídos ya no escuchan esa voz tan agradable. Vamos a ver si lo he entendido. Yo voy a pagar cada mes una cantidad determinada de dinero para que, en caso de accidente o muerte, lo reciban mis beneficiarios. Sí, lo he entendido perfectamente. Pero una duda me está corroyendo: si no tengo ningún accidente, ¿me devolverán el dinero? Si es así, perfecto, me apunto. Si no así, ¿dónde iría a parar MI dinero? No se lo pregunto porque estoy metida en esa vorágine de dudas. No pienso. Sólo quiero respuestas. Sólo quiero que me digan que no me preocupe por nada, que, en ningún caso, voy a perder dinero. La voz me sigue hablando pero yo, a lo mío: mi dinero, ¿quién se lo va a quedar? Y sin someter mis dudas a una mínima reflexión, vamos, sin contar hasta cien, como siempre me aconseja mi madre, me lanzo al ruedo: Perdone, señorita, ¿y si no tengo nunca ningún accidente? La voz empieza a contestar pues, si no tiene ningún… pero yo, erre que erre, sigo enfrascada en mis cavilaciones y, convencida (lo juro) de la complejidad y la lógica de mis dudas, vuelvo a tirarme a la piscina (obviamente y conociéndome, sin agua): Es más, ¿¿¿¿¿y si nunca me muero?????

PD. Supongo que querrán saber cómo acabó la consulta. Pues bien, después de tan absurda, ridícula, irrisoria, patética y esperpéntica pregunta, se hizo el silencio. Al cabo de unos segundos, mi cerebro, que se había parado durante unos minutos (porque, si no, no lo entiendo), volvió a funcionar y colgué de inmediato. Creo que la voz todavía se está partiendo de risa.

domingo, 16 de octubre de 2011

ME VOY DE BODA

Un sábado cualquiera de setiembre de un año cualquiera, boda a la vista: se casa un primo mío –llamémosle Juan-, el de Madrid, el juerguista, el crápula, el follonero. ¿La afortunada? La novia de toda la vida, la paciente (por esperar tantos años), la resignada (por aguantar los escarceos del novio con otras chicas), pero novia y futura esposa, que eso es lo que cuenta, al fin y al cabo. Fina, elegante, quisquillosa y con unas ganas locas de pasar por la vicaría. Para ambas familias, es la boda del año: ceremonia en un barrio pijo de la capital y banquete en una finca señorial, a las afueras de Madrid, últimamente el lugar más chic&cool para celebrar cualquier enlace.
Meses antes –no digo cuántos para que no me llamen paranoica-, en Barcelona, ya empezamos a planificar el evento: que si traje –¿largo?, no dice nada la invitación, ¿habrá que ir con mantilla?-; que si regalo –como hay confianza y la lista es en el Corte Inglés, cosa que odio, decido aumentar la cuenta corriente de la pareja-; que si alojamiento –¿habrá sitio suficiente para toda la familia, todos los tíos, los otros primos, mis padres, mis hermanas, mis cuñados, mis sobrinas y yo, o me tendré que buscar un hotelito barato para mí sola?-. ¿No lo he dicho todavía? Voy a ir sin acompañante masculino.
Llamada desde Madrid algunas semanas antes del gran evento, la madre del novio, o sea, mi tía: hola guapa, ¿cómo te va la vida?. Oye, con respecto a la boda, ya me han dicho que tú no traes a nadie, ¿no? Bien hecho, hija, menos líos. Entonces, podrás dormir en cualquier sitio... (primer lanzamiento). Y se queda tan ancha, la tía –es que, en verdad, es mi tía-. Dormir en cualquier sitio. ¿Qué debe significar eso?, ¿que me tengo que buscar la vida por Madrid?, ¿que, por no ir con un señor a juego con mi bolso, me debo conformar con un colchón en cualquier rincón de la casa?, ¿que me van a reservar la habitación del fondo, la de los niños pequeños (algo muy común, no se sabe por qué, que la tita soltera duerma siempre con los sobrinos)? ¿Acaso no se han parado a pensar que precisamente por eso, por el hecho de ser soltera y sin compromiso, me puede salir algún plan, que me pueden proponer una noche de sexo desenfrenado o puedo encontrar al hombre de mi vida y, por eso, no puedo dormir en cualquier sitio, rodeada de niños pequeños, que necesito la mejor habitación de la casa, con baño incorporado, si es posible? Decididamente, la gente no piensa. Al final, me reservan una alcoba en la buhardilla, llena de trastos viejos y una cama de hace mil años. No, si ya lo sabía yo...
Ya, en la capital del imperio, en casa de mi primo, dos horas antes de la ceremonia, toda la parentela, elegantísima, nos vamos haciendo las fotos de rigor. Además, algunos amigos del novio también van llegando. Una de mis tías, entre encajes y perlas, hace un segundo lanzamiento: Oye, tú no tienes novia, ¿verdad? Negativa del pobre muchacho, entre atribulado y avergonzado. Me lo veo venir: Qué bien, ésta –leve movimiento de su cabeza llena de bucles señalándome a mí; no hay tierra suficiente para tragarme- también está libre. Comentario hecho con todo el cariño del mundo, no se vayan a pensar, ¿eh? Pero, joder con la manía y la obsesión que tienen los parientes de buscar pareja a los que no la tienen...
La iglesia, preciosa; la ceremonia, emotiva; la novia, elegantísima; los invitados, afables y el aperitivo, insuperable... Alrededores de la finca, a 30 kilómetros de Madrid. 20.30 h. Un derroche de pedrería, lentejuelas, tacones de aguja, gasas, sedas y brocados contrasta con el negro sempiterno de los chaqués. Entre flashes y canapés, intento caminar de puntillas para que mis tacones no se claven en el maldito césped del jardín y, entre eso, el chal que no sé cómo ponérmelo, el canapé, la copa de cava, el bolsito de marras y los niños revoletando entre mis piernas, debo parecer a Chiquito de la Calzada... Haciendo equilibrios, me voy encontrando con algún que otro conocido de otras bodas, primos carnales, parientes lejanos y gente nueva que me presenta la alcahueta de mi tía. Intercambio de nombres, ocupaciones, relación con los novios, hasta que llega el típico y tópico comentario sin gracia: te he visto muy sola en la iglesia... (tercer lanzamiento) ¿Sola?, ¿con mis padres, mis hermanas, mis cuñados, mis sobrinas, mis tíos, mis primos...? ¿Están ciegos o qué? ¡¡¡Ah!!! Se refieren a que voy sin acompañante masculino. Ahora lo entiendo. Y ante mi muda sonrisa de "qué coñazo de gente", respuestas varias (elijan la que más rabia les dé):
1) Haces bien, los hombres sólo traen problemas,
2) Tú sí que te lo has montado bien: sin obligaciones, sin problemas, sin agobios...,
3) Pues a ver si te espabilas que ya se te está pasando el arroz...,
4) Pobre, con lo mona que eres... No te preocupes, ya te llegará.
Y el mejor, éste no tiene desperdicio (a partir de aquí, dejé de contar los lanzamientos):
5) Y, ¿cómo llevas lo del sexo?
¡¿Cómo?! ¡¿He oído bien?! ¿Sexo? ¿Y qué hay de mi trabajo, de mi salud, d emi casa? Y lo que es peor, ¿ni un maldito comentario sobre mi modelito de pedrería y crepê de seda que me ha costado un pastón? Estoy empezando a preocuparme. ¿Qué pasa, que por no llevar un señor colgado del brazo una ya se convierte –mejor dicho, la convierten- en un ser invisible y sin vida propia, como la que podría tener cualquier hijo de vecino emparejado?, ¿que, por no presentar oficialmente a un hombre como pareja o novio, no se puede tener una vida sexual activa o una relación estable? Y, además, ¿por qué tanto interés por mi vida privada?. ¿Acaso voy preguntando a los casados qué, qué tal te va con la parienta, cuánto hace que no lo hacéis, te lo hace bien...?
En la mesa, la cosa va “in crescendo”: rodeada de primos supuestamente felices en sus matrimonios, soy el blanco de todo tipo de observaciones monotemáticas. Mi prima, la hermana del novio, hemos estado a punto de ponerte en la mesa de los amigos de Juan, todos chicos y todos solteros pero siempre van super-salidos. Sonrío diplomáticamente. A mí han debido verme cara de ninfómana desesperada porque, si no, no logro entenderlo. La mujer de mi otro primo, y, ¿cómo llevas lo de no tener novio? Me muerdo la lengua. Insisto, hay gente un tanto limitada intelectualmente. Venga, volvamos a explicarlo, no tener novio no significa no tener otras relaciones amistosas, sexuales, amorosas. El primo de mi primo, seguro que vas de fiesta en fiesta y que tu casa es un auténtico centro de diversión, lujuria y perversión. Cuento hasta cien. No, me parece que no se ha entendido. Ahora, nos hemos ido al otro extremo. Ni tanto ni tan calvo. Otro más, deberías salir un poco más, se te ve amuermada. Esto ya es el colmo. Y otro, no, seguro que tiene a alguien por ahí escondido... Vale, ya no puedo más, todo lo que queráis, pero de todos los que estamos en esta mesa, seguro que la que más folla soy yo.
Silencio, miradas de reojo, codazos delatores, bocas abiertas, gestos de resignación y alguno, entre sorprendido y avergonzado –como si se hubiera destapado la caja de truenos- asintiendo disimuladamente con la cabeza.
Vals iniciático, barra libre, Beyoncé amenizando la velada y, hacia las 4 de la mañana, entre pinchos de tortilla y un madrugador chocolate con churros, por supuesto, el último comentario –ya lo estaba echando de menos-, quiero creer fruto del nivel de alcohol en la sangre y el dolor de pies, por parte de la madre del novio, tú sí que has sabido ser inteligente... -por fin alguien reconocía mi valía, dos carreras universitarias, una profesión que me encanta, el reconocimiento de mis colegas, algún cargo de responsabilidad, mi primer (espero que no el último) poemario, algún artículo publicado, una independencia consecuente, un equilibrio personal, muchos proyectos de futuro, buenos amigos, un piso de propiedad mantenido sin ayuda de nadie, la verdad es que sí, ¿por qué voy a negarlo?, no me puedo negar: soy inteligente- ...no tener marido es lo más inteligente que has hecho en tu vida.