domingo, 6 de noviembre de 2011

MASAJES A MIL

Mi primera experiencia con el fascinante mundo de los masajes la tuve en junio de 1992 en Estambul. Mientras Barcelona ya estaba preparada para sus Juegos Olímpicos, una recién licenciada promoción de la Facultad de Filología Hispánica estaba viviendo, a modo de viaje de fin de carrera, su particular pasión turca. Una de las actividades programadas por la agencia contratada era, además del paseo por el Bósforo y visita a la Mezquita Azul, ir a un baño turco pero, en vez de ir con todo el grupo –ya se sabe, mis complejos y mi vergüenza me impedían enseñar a las compañeras los michelines, pelambreras y demás recovecos corporales- mi amiga Gloria y yo decidimos ir por nuestra cuenta el último día, antes de regresar a Barcelona. Y, claro, en vez de meternos en el baño turco destinado para los turistas –genial, por lo que nos contaron nuestras compañeras, una pasada: tarifa reducida, vestuarios y lavabos impolutos, mármoles azules, café turco, música de fondo, toallas blancas y limpias, jabones perfumados y agradables al tacto, elegantes “ayudantas”...-, nosotras dos, por listas, no tuvimos más remedio que conformarnos con un baño turco normal y corriente, de barrio. Para empezar, la entrada dejaba bastante que desear, teniendo en cuenta las maravillas que nos habían contado las chicas de la promoción, pero, a falta de tiempo y sobradas de curiosidad y de ganas por experimentar el archiconocido baño turco, nos armamos de valor y allí nos metimos. Después de pelearnos (no, no se puede decir que era el típico regateo) con el de la ventanilla para conseguir un precio decente, una señora nos metió en una especie de tugurio de madera donde nos tenía preparados unos zuecos de madera y una toalla de dudosa procedencia. Con gestos un tanto bruscos, nos indicó que nos desnudáramos y nos señaló una puerta. A mí, como siempre que me pasa cuando me encuentro en una situación un tanto surrealista, y aquella lo era bastante, me entró la risa floja pero mi amiga, indignada por el trato recibido, había resuelto marchar de aquel asqueroso antro. Después de convencerla con argumentos como venga, Gloria, no nos iremos de Estambul sin haber pasado por un baño turco, ¿no? y pero, ¿no queríamos aventura? Pues creo que hoy viviremos una muy interesante, allí estábamos las dos, como Dios nos trajo al mundo, patéticas y esperpénticas, subidas a unos inestables zuecos de madera y una toalla de color indefinido que sólo Dios sabía quién los había utilizado con anterioridad. Cuál fue nuestra sorpresa cuando, al pasar el umbral de aquella puerta, nos encontramos en un recinto circular, caliente, húmedo, lleno de vaho, todo de mármol blanco, con una fuente en el centro y varios surtidores en los laterales, todo ello tenuemente iluminado gracias a una claraboya en forma de estrella que había en el techo. Pero más sorprendidas nos quedamos cuando, en medio de esa húmeda neblina, vimos aparecer a dos señoras semi desnudas –sólo llevaban unas bragas “de cuello alto” que, debido a la humedad y el sudor, se habían pegado a la piel y, transparentes, dejaban ver curvas, michelines y demás misterios del cuerpo femenino- que, más que finas y elegantes “ayudantas”, parecían auténticas luchadoras de sumo japonés. Con un gesto bastante desagradable, cada una de ellas, por separado, nos cogió del brazo y nos llevó a un lado de la sala circular y nos pidió, chapurreando el inglés, que nos tumbáramos boca arriba. Relax, relax, me pedía mi “masajista” particular mientras me restregaba todo el cuerpo, enérgicamente, con un guante de esparto empapado en una especie de jabón –no me pregunten de qué marca porque no lo sabría decir. Sólo sé que no era Sanex ni Dave, ni nada por el estilo-. ¿Cómo coño quería que me relajara la muy condenada si estaba arrancándome la piel a jirones? Además de sus bruscas maneras, tengo que reconocer que me violentaba la situación. Hasta aquella tarde, a mí no me había tocado con tanto ímpetu y en una situación parecida ninguna señora, ni siquiera una profesional de la medicina o de la fisioterapia. Relax, relax. No podía. Para colmo, no oía ni podía ver a mi amiga Gloria porque la señora, más grande que las señoras de Botero, lo impedía con sus brazos y con toda su humanidad en general. Los hombros, el cuello, el pecho, las caderas, el pubis, el vientre, los muslos, la entrepierna..., todo pasaba por ese guante de esparto embadurnándome de jabón lagarto. Y yo, con un ojo cerrado –intentando relajarme- y con el otro abierto –vigilando por donde iban eas manos de leñador-, tensa, muy tensa. Para colmo de males, escuchaba hablar a las dos señoras en un idioma totalmente indescifrable –vamos, en turco, me imagino yo- y eso me ponía más nerviosa todavía. A saber qué demonios estarían planeando hacer aquellas dos moles otomanas con dos bellas, tiernas y virginales doncellas europeas... Una palmadita en el muslo y un gesto rotativo con el dedo anular. Down. Otro masaje por los hombros, la espalda, las nalgas, los muslos, las piernas. Relax, relax, eran las únicas palabras que me dirigía la gran experta en artes de relajación... Con los músculos tensos y el culo prieto, por si las moscas, yo parecía una piedra, más dura que el mármol que yacía bajo mis sudorosas carnes. Sólo le faltó decir a la mujer yu ar biutiful mientras se recreaba en mis nalgas para que yo me incorporara de un salto mientras decía tajante okey, it’s enough, thank you y me iba derechita, desconcertada y tambaleándome sobre los zuecos de madera a aquella puerta que me retornaría, de nuevo, a la realidad...
Después de aquella singular experiencia, tardé bastante en ponerme desnuda ante alguien que no fuera mi novio-amante de turno. Conseguí trabajo, me compré un coche, viajé, conocí gente y, debido a las tensiones propias de la responsabilidad, mis cervicales se fueron agarrotando hasta el punto de verme obligada a contratar los servicios de un/a fisioterapeuta. Mi madre me habló de un tal Jose (sin acento en la e), que le había ido muy bien a una vecina suya y que lo hacía a muy buen precio. Lo llamé y me dio la opción, para ahorrarme dinero y someterme a los horarios de la clínica en la que trabajaba- de ir a su casa después de nuestros respectivos trabajos con un bono que incluía diez sesiones. Y así lo hice. Teñido de rubio panocha, abundante bigote –también teñido- , bata blanca casi desabrochada, pelo en el pecho –éste, sin teñir- , la virgen del Rocío colgada de un estupendo cordón de oro, pantalones blancos que transparentaban el estampado de un minúsculo calzoncillo, zuecos de médico y una pluma que podía ser la envidia de cualquier pavo real, Jose me recibió en su casa –decorada al más puro estilo kitch, con armadura en el recibidor y tapetes de croché enmarcados- y me hizo pasar a su consulta. Después de un breve cuestionario, preguntarme más exhaustivamente por mi problema y tomarme medidas, me pidió que me quedara en ropa interior y que me tumbara en la camilla. Apagó la luz del techo dejando encendido un flexo en una esquina de la habitación y, al ritmo de la música clásica de Albinoni, me subió a los cielos. Fue increíble; tanto que “duré” con él cinco años. Cinco años de masajes cada quince días. Cinco años de Albinoni, Vivaldi, Shubert y música barroca de cámara. Cinco años de ungüentos reafirmantes contra la celulitis y demás cremas relajantes contra las contracturas. Cinco años con varios centímetros y kilos perdidos. Cinco años en los que, entre masaje y masaje, la confianza hizo acto de presencia hasta el punto de que él me contaba lo atrevidas y descaradas que eran algunas de sus clientas y lo celoso que se ponía su novio con tanta proposición deshonesta. Cinco años de masajes, violines y confidencias que acabaron bruscamente con la muerte repentina del novio de Jose y de su no menos repentina desaparición (llevándose con él el dinero de mi bono recién pagado). No he vuelto a saber nada de él.
Jose me aficionó de tal manera a los masajes que, desde que desapareció de mi vida, me ha pasado los últimos años buscando un/a sustituto/a. Unas navidades, para olvidarme del trabajo y de todos los problemas que tenía en él, fui a pasar unos días a un resort spa (el balneario de toda la vida pero revestido de glamour y distinción) de Hammamet, en Túnez. Aquello sí que estaba bien montado. Todo super-limpio, super-iluminado, fuentes de mármol azul y agua de colores, albornoz, gorro y chanclas gratis –bueno, de gratis nada porque lo pagué en el precio de los servicios-, y personal tunecino que echaba “patrás”. Creo que, en mi subconsciente, como una auténtica huérfana de masajista, estaba buscando a Jose, el de la virgen del Rocío en el pecho y el pelo teñido de rubio panocha. Estaba tan acostumbrada a desnudarme con Jose, sin ningún tipo de pudor ni cortapisas –supongo que el hecho de que él fuera gay contribuyó a que yo me desinhibiera con más rapidez y facilidad, ¿no creen?-, que, cuando aquel masajista tunecino, guapo hasta morir, cachas y moreno, me recibió en su cabina –había contratado un “massage du fleur” sin tener ni la más remota idea de qué parte de mi cuerpo iba a tratar ni en qué consistía ni, por supuesto, quién me lo iba a dar-, yo, sin mediar palabra, mientras él preparaba los aceites y los pétalos de rosa, me quedé en pelota picada. Menudo susto se pegó el chico cuando se dio la vuelta para atenderme. No sabía dónde mirar, el pobre, y yo, al principio –quitarme la ropa y quedarme sin neuronas fue todo uno-, no entendía nada. Su sonrojo y su mirada baja me dieron a entender que algo había hecho mal o que había metido la pata. Sorry, what’s wrong? Me explicó en inglés que él era masajista pero que, como era musulmán practicante, no podía ver a una mujer desnuda por lo que me pedía, muy cortésmente, que me vistiera otra vez, que me haría el masaje con la ropa puesta. Huelga decir que aquello no fue masaje ni fue nada, no sentí ni los óleos ni los pétalos por ninguna parte y que salí de la misma manera que entré. Perdón, miento, salí cabreada por la tomadura de pelo pero consciente de la facilidad con la que me desnudo ante un desconocido con bata blanca.
Huérfana todavía de masajista, Elena fue todo un descubrimiento. Debido al extenso y detallado cuestionario al que me sometió –medidas, profesión, hábitos alimentarios, vicios, deportes que practico, si suelo ir con tacones y con ropa estrecha, si respiro correctamente...- y a su profesionalidad, me "trabajó" muy bien, tanto que "duramos" más de dos años. Ella me hizo reiky, una técnica oriental milenaria que consiste en trabajar el yo interior para mejorar el yo exterior. Ella, cada quince días, iluminada por velas de sal y acompañada de música tantra, me untaba de cremas y aceites, me trabajaba los meridianos, me “movía” los músculos, me abría los chacras, activaba mi aura, me hacía imposición de manos, me tiraba las cartas de los ángeles, me invitaba a té, me regalaba piedras, me subía la moral y todo, por un módico precio...
Como si fuera cosa del destino, Elena, un buen día, también despareció. Pasó mucho tiempo hasta que encontré a Isabel y Zoraida (pronto leerán una columna sobre mis masajes con ellas). Ahora, estoy con Roman, bueno, no, con Gggggggoman porque es francés. Ahora es él el que, en lugar de darme masajitos entre velas y aromas, me ajusta las vértebras y me machaca los huesos. Vamos a ver cuánto me dura...

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