miércoles, 2 de noviembre de 2011

DE PUENTE

Soy una urbanita. ¿Y qué? No pasa nada, ¿no? Dicen que es una nueva tendencia, una nueva tribu social. Existen los pijos, los góticos, los ecologistas, los cumbas, los latins... Pues, ya ven, ahora también tenemos los urbanitas, y yo, señores míos, soy una de ellos. No lo puedo remediar. Me gustan el asfalto, las grandes avenidas, los semáforos, el tráfico, las prisas, el metro, los escaparates y, ¡cómo no!, los restaurantes de diseño, esos lugares elegantes, minimalistas, caros –muy caros- decorados con materiales exclusivos y colores sobrios, donde te puedes encontrar perfectamente una orquídea en los lavabos y una delicatessen en la bandeja de la factura –será para hacerte más fácil y dulce el trago de pagar- y donde te sirven una hoja de rúcula, una alcaparra, un suspiro de foie y un tomate cherry sobre una fina e imperceptible –a la vista y al paladar- lecho de crujiente de tubérculo –o sea, patata frita corriente y moliente-, tres escamas de sal Maldon, dos doradas gotas –o sea, aceite- y exquisito polvo de pimienta, todo eso emplatado en una enorme e inmaculada vajilla y acompañado de un minúsculo panecillo de algún fruto seco. Todo muy bonito si no fuera porque esa sensación de exquisitez va siempre acompañada de una ¿sensación? de hambre que te empuja irremisiblemente al bar de la esquina para engullir sin miramientos ni modales un sabroso, grasiento, vulgar pero sustancioso pepito de ternera con una fría caña de cerveza...
Como iba diciendo, me considero una urbanita y, como tal, me gusta pasear por los barrios antiguos y las grandes avenidas de cualquier ciudad, ir bien vestida, con mis tacones, mis joyas –pequeñas pero buenas-, mi maquillaje discreto, sobrio, perfectamente en consonancia con el perfume, elegante, con connotaciones cítricas y un poso de sándalo y almizcle. Así soy yo, puro animal de ciudad. Y, como a toda urbanita, no hay nada peor que tu pareja te proponga, con todo el amor y toda la ilusión del mundo, eso de ¿y si este puente vamos a la montaña, cariño? Pero, ¿qué tiene de malo pasear por la ciudad, tranquilamente, tomar un aperitivo leyendo el periódico, comer fuera y después ir al cine como todo hijo de vecino? Me han hablado de una zona... Tengo muchas ganas de ir. Dicen que es precioso. Conmigo que no cuente, lo tengo clarísimo. Cuesta un poco llegar hasta allí pero vale la pena. Podemos aprovechar para hacer algún picnic, hacer senderismo, coger setas, castañas. Así desconectarás del trabajo. ¡¡¿¿Perdón??!! ¿Picnic?, ¿montaña?, ¿setas?, ¿castañas? ¡Parece mentira...! ¡Qué poco me conoce! ¿Desconectar en la montaña? Ni loca. Todo el mundo sabe que yo, para desconectar, sólo necesito un buen restaurante, un cine y una copa en algún local de moda... Ya me inventaré una buena excusa para no ir...
Pero no hay excusas que valga y, en un visto y no visto, me vi en un hotelucho de montaña (joder, si al menos hubiera reservado en un parador o en una de esas lujosas casas rurales...) ataviada con mi “kit barby montañera”: camisa de cuadros de tonos neutros, pantalón caqui con cremallera a media pierna y veinte mil bolsillos, botas de montaña recién compradas –que, aunque eran de color verde pistacho, me parecían la cosa más fea, pesada y poco favorecedora que una se podía llevar a los pies-, un foulard y un gorrito monísimo para la lluvia, todo del mismo color para ir bien conjuntada, mochila al hombro y un anorak que me convertía en el muñeco michelín con disfraz de camuflaje. Sólo me faltaba el pañuelo de los boy-scoutts. Ni maquillaje, ni joyas, ni perfume caro. ¡Qué pinta, por favor! Espero que nadie me vea en la montaña. Y allí, en medio de árboles, arbustos, matorrales, hojarasca y demás especies vegetales, estaba yo, con medio picnic a la espalda, cara de que me lo estaba pasando de coña y un sucedáneo de sonrisa, dispuesta a pasar la gran prueba de fuego. Ahora nos espera una media hora de caminata antes de llegar al riachuelo. No te preocupes cariño, yo estaré siempre a tu lado, me decía el que tantas veces me había jurado que me quería. ¿Dónde fueron a parar aquellos domingos tranquilos, de deliciosa lectura y agradable vermut en una terraza cualquiera de la ciudad? ¿Acaso habían sido un espejismo? ¿Alguien me podía explicar qué coño hacía yo disfrazada de experta montañera en medio de aquella expedición para ver una maldita cascada? ¿Dónde estaba la cámara oculta? ¿Quién había sido el artífice de tan estúpida gracia? No te preocupes por mí. Tú, como si yo no estuviera. Tú ve delante que yo iré a mi ritmo. Yo te sigo. Fue lo único que dije. Y, en efecto, sin mediar palabra, la expedición inició su recorrido en busca del riachuelo perdido y de la seta escondida. A los cinco minutos, ya estaba cagándome en todo, invocando a los dioses de la naturaleza para que me acompañaran en tan osada empresa. Él, delante, sorteando sin el más mínimo esfuerzo los diferentes obstáculos que uno se suele encontrar en un típico y tópico bosque: ramas, troncos, barrizales, socavones, rocas, matorrales, pequeños desniveles, todo sin dificultad aparente. Pero para mí, acostumbrada a caminar sobre asfalto plano –como mucho, adoquines en el barrio viejo-, aquel paisaje suponía un auténtico suplicio. ¿Cómo vas?, le oí preguntarme en varias ocasiones. De putísima madre, musitaba yo notando como me iba faltando el aire y las fuerzas. ¿Cómo lo llevas?, insistía el caballero varias pasos más adelante. ¿Que cómo lo llevo? Bien si no teníamos en cuenta el rasguño que me había hecho en el brazo con un arbusto, la torcedura que llevaba arrastrando por haber pisado mal una maldita piedra que alguien había puesto en mi camino, y el bofetón que me había dado una rama que, curiosamente, tampoco había visto por estar mirando constantemente al suelo. Muy bien, muy bien. ¿Ya debe faltar poco, no? Y una sonora carcajada irrumpió en el silencio de aquel vergel. No llevábamos ni diez minutos caminando y a mí ya me había parecido una eternidad. Si a eso le sumábamos que no podía ni con mi alma... Él iba tranquilo y feliz, no se cogía a ninguna rama para descender, no tropezaba con nada, no resbalaba, no se enredaba con nada... Y, encima, el muy "jodío" se podía permitir el lujo de silbar y cantar. Mientras, yo parecía estar viviendo un auténtico vía crucis. Conseguía disimular los resbalones, los tropiezos, los enredos con ramas impertinentes y algún que otro desequilibrio con la madre naturaleza pero, obviamente, tenía que llegar la caída. Y llegó. Estaba cantado. Colorada como un tomate (ojo con el desnivel, me había dicho él... Tampoco soy tan ciega, había pensado yo...), sentada en un barrizal, con el culo hecho polvo, la muñeca derecha dolorida y con una mala leche que no me aguantaba, intenté quitarle importancia al asunto. ¿Te has hecho daño, preciosa? Por supuesto que no me había hecho daño. No ha sido nada. Y lo de preciosa vamos a dejarlo, no estoy en mi mejor momento que digamos. ¿Necesitas ayuda?, me preguntó, complaciente, solícito, cariñoso, inocente y confiado. No, respondí yo orgullosa, casi ofendida. ¿Acaso alguien estaba poniendo en duda mis habilidades y capacidades para desenvolverme tranquila y satisfactoriamente en el ámbito forestal? Vi en el rostro de mi amado amante una sonrisa casi infantil pero mi ego, por los suelos, bueno, por el maldito barrizal de aquella maldita montaña, hizo que sólo viera una maquiavélica mueca en una mezcla entre Chucky, la niña de El exorcista y el niño de La profecía. Me levanté aparentando normalidad e intentando ocultar el dolor y las ganas de desaparecer de allí. ¿Seguro que estás bien? El pobre no era consciente de la dimensión y el calibre de sus palabras, no sabía que había traspasado la frontera... Lo miré con unos ojos que desprendían el mismo fuego que el de los infiernos pero él no pareció entender nada. Sólo yo era capaz de percibir el graznido lejano de un cuervo al acecho de un cadáver. Y no era el mío precisamente...
No fue media hora, como había dicho él. Con mi lentitud y mi caída, la expedición tardó en llegar más tiempo al riachuelo. Y, acto seguido, él pidió para comer. No era mala idea. Quizás así lograba olvidar el bochorno y la mala leche. Manta campestre, bocadillos de jamón, una bolsa de patatas, unas latas de berberechos y mejillones y una botella de vino. Qué buena pinta tenía todo. Sacacorchos y servilletas. Lástima de los tenedores y los vasos. No pasa nada. Total, estamos en la montaña. Cara de circunstancias y abnegación. Tranquila que por una vez que comas con los dedos y bebas a morro no te va pasar nada. Aquellas palabras del hombre, entre la broma y el consuelo, no hicieron otra cosa que aumentar mi mala hostia. Y, encima, todo ello acompañado de hormigas, alguna que otra lombriz, las arañas de agua y demás “amiguitos” del bosque. ¿Se acuerdan de aquel enorme plato, con un minúsculo pero exquisito bocado en aquel elegante, sobrio, caro, limpio y minimalista restaurante? Pues lo dicho. Para colmo de males, además de coger los berberechos con los dedos y beber a morro de la botella de vino, el concierto de jazz o música clásica fue sustituido por un concurso de ciertos ruidos corporales. Eso sí, en vivo y en directo, sin trampa ni cartón. No me lo podía creer. Vale que la naturaleza fomentara conductas naturales pero aquello era demasiado. No sabía qué hacer: escapar corriendo de tan esperpéntica postal, suplicar que un rayo me partiera en dos o unirme al cantante solista, que ganas no me faltaban...
Balance de tan fantástica jornada: ni una sola seta, unas cuantas “castañas” en mi trasero, algunos arañazos y magulladuras, la espalda molida por haber comido en una postura incómoda, las botas nuevas sucias de barro, cansada, harta de tanta montaña y con unas ganas locas de volver a “amorrarme” a un tubo de escape...

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